|
"Al sol del mediodía" Gianni Strino |
El abuelo se levantaba al amanecer. Procuraba no hacer ruido para no despertar a la Baronesa que dormía en la cama de al lado. Se vestía y salía dispuesto a empezar la jornada.
Se dirigía a los gallineros. Comprobaba que todo estaba en orden. Era función de mis tíos levantarse en medio de la noche para soltar a los perros en el interior de las naves y dejarles librar una lucha cruenta y asesina contra las ratas que, aprovechando la oscuridad, se habían infiltrado en ellos. Los roedores no sobrevivían a la pericia de los canes. Eran perros sin raza, que alcanzaban edades avanzadas. El pequeño Cordobés, pequeño y bravo, era uno de los favoritos de los primos. El que más me impresionaba era el Briones, muy viejo y tan grande como un poni, que se encargaba de guardar la cochiquera.
Una vez terminada la ronda, el abuelo regresaba a la casa y se preparaba el desayuno. Coincidía con frecuencia con él en la cocina y le imitaba. Tostábamos el pan del día anterior hasta que la miga adquiría un bonito color. La arañábamos con un cuchillo para abrirla y que penetrasen en ella el sabor del ajo que frotábamos contra la tostada. Recuerdo aquel ruido del rascado que hacía el pan al lijar el diente y liberarlo de su aroma. Un chorro de sabroso aceite completaba el aliño. El pan crujiente, y aún caliente, desprendía el sabor penetrante de aquella deliciosa combinación al morderlo. Aún hoy, veo la cocina blanca, con su ventana entreabierta al patio, ante el olor del pan tostado con su buen aceite y su ajo.
Algunos días, el trajín matutino del abuelo se prolongaba y el desayuno era tardío. Aquellas mañanas, con los huevos frescos, recién puestos, y algunos pimientos, recogidos minutos antes de la huerta, la tita Mercedes le preparaba unos huevos fritos con sus puntillas y su acompañamiento de pimientos. En ocasiones, el panadero ya había dejado para entonces unas barras frescas, del día, y mi abuelo hundía la densa miga en aquella yema líquida y cremosa.
Durante los meses de invierno, entre sus labores de primera hora, estaba la de limpiar de cenizas la chimenea del salón y encender un nuevo fuego. Ponía un buen tronco en el interior del hogar, algunas ramas más finas que prendiesen con facilidad y unos cuantos papeles de periódico arrugados. En pocos minutos el fuego crepitaba alegremente para que la habitación estuviese caldeada para cuando la Baronesa se levantase, lo que no sucedería hasta más entrada la mañana.
Después del desayuno retomaba sus funciones. Además de alimentar a los animales, había que ocuparse de los huertos y de algún que otro cliente despistado que hacía su aparición a esa hora para comprar huevos. Mientras tanto la abuela desayunaba en la cama antes de levantarse. Para entonces la tita había dejado todo como los chorros del oro y la Baronesa se ocupaba de preparar de la comida. Aún recuerdo a alguna desventurada gallina esperando su destino en la cocina antes de que se le retorciese el pescuezo y acabase desplumada. Los chiquillos no veíamos esa escena. En general nuestra función consistía en quitarnos de en medio. Si no andábamos precavidos, nos hacían entrega de un paño y un plumero, la escoba o la fregona, para que los empleásemos en la limpieza del transitado pasillo, o en el vacío piso de arriba.
Era importante desayunar bien porque la comida nunca se regía por horarios europeos. El olor de los guisos, sin embargo, estimulaba el apetito mucho antes de que se acercase su hora. Un rato antes de sentarnos definitivamente a la mesa, mi abuelo y mis tíos se tomaban juntos un aperitivo. Unas patatas, unas aceitunas amargas, una fuente de pepino cortado y aliñado con aceite y sal, algo de ensalada con la dulce lechuga del huerto o unas finas rodajas de calabacín enharinado y frito, formaban parte de aquel tentempié, que con frecuencia incluía también alguna apetecible muestra del menú del día. Si el abuelo miraba el reloj o oía la sintonía del telediario al terminar, y la mesa todavía no estaba puesta, permitía que los nietos compartiésemos con él aquellos platillos y matásemos momentáneamente al gusanillo (más bien la escolopendra) del hambre.
Una vez las visitas se marchaban, sobre la mesa de madera oscura se extendía un hule, se escogía un mantel limpio,se distribuían las servilletas, marcadas por sus dueños con sus correspondientes servilleteros y se colocaban los platos y los cubiertos. Me sentaba a la derecha del abuelo, salvo que algún invitado se introdujese entre medias, y aquella era en mi opinión, un lugar de honor. La comida era un momento de reunión, revestido de cierta solemnidad, lo que no impedía que los hambrientos devorásemos los manjares preparados por la Baronesa. El abuelo se encargaba de partir la fruta, y sus sandías y sus melones le despertaban comentarios de admiración y, muy raramente, también alguna crítica. Siempre buscaba lo positivo para alabarlo, incluso ante un infame guiso de una de mis tías (un fallo lo tiene hasta la cocinera más experta), instigado por la Baronesa a ofrecer su siempre magnánima opinión, se limitó a afirmar que el engrudo en cuestión estaba "un poquito mejor que crudo".
El abuelo siempre se echaba siesta. Se sentaba en su sillón, delante del televisor, y mientras se recogía la mesa, él se dormía. La tita Mercedes se escaldaba las manos al fregar los cacharros bajo el chorro de la única agua caliente del día y los demás salíamos a sacudir el mantel y nos ocupábamos de barrer las migas. Se echaban las contraventanas y el salón se quedaba en penumbra. Sólo se oía la tele y los ronquidos acompasados del abuelo. Era un momento sagrado, en el que ningún otro ruido podía interferir.
Por la tarde no se terminaba la faena. A veces nos convocaba a las primas y debíamos acompañarle al despacho a clasificar los huevos por cartones. Una máquina rotatoria los dejaba en las diferentes divisiones de la mesa, y debíamos colocar los de nuestra sección en sus cartones correspondientes. Nos aburría mortalmente esperar a que los huevos cayesen de su cinta transportadora, pero nunca se nos ocurrió escaquearnos de aquella tarea, ni muchos menos comportarnos como lo hacen muchos viajeros en el aeropuerto en idéntica situación, salvo por lo de manejar maletas en el lugar de huevos. Otras tardes se subía a Linares y le convencíamos, no siempre con éxito, para que nos llevase con él. Si lo lográbamos, nos despedíamos de los que se quedaban hinchados con toda la gloria de haber sido los escogidos para realizar aquel trayecto. Luego, o bien acompañábamos al abuelo a hacer los recados, o bien nos dejaba en casa de mi tía que se encargaba de devolvernos a la granja.
Una vez se ponía el sol llegaba el momento de echar una partida a las cartas junto con su hermano, su cuñado, mi padre o alguno de mis tíos. Jugaban al tute. Podía tocarles una mano buena o regular, unas veces cantaban 40, otras 20, de repente fallaban y se llevaban un triunfo, para desesperación del que lo había dejado confiado sobre el tapete. Me encantaba observar el juego, sin interrumpir por supuesto, e internamente siempre deseaba que ganase el abuelo, que era el que mejor lo hacía. Los nietos organizábamos nuestras partidas de tute paralelas en el porche, aunque a nuestras barajas solía faltarles alguna carta y era difícil conseguir montarlas con tan sólo 4 jugadores. Si alguno abandonaba su posición, independientemente del motivo, sería relevado inmediatamente por un impaciente voluntario. Mientras los mayores jugaban, los niños cenábamos temprano, en la cocina. Mi cena favorita era cuando mi abuela preparaba filetes rusos. Su adobo incluía almendra molida y azafrán, además de pan mojado y escurrido, ajo, sal y perejil. Quedaban con una cubierta dorada al hacerlos en la sartén, con la carne jugosa y tierna en su interior. Si de postre había preparado natillas con nubes, mi felicidad gastronómica era completa.
Los mayores cenaban tarde, en la mesa del salón. Su cena era distinta a la de los niños. Al terminar, o a veces incluso antes, nos mandaban a la cama. Debíamos despedirnos de todos hasta el día siguiente con un beso de buenas noches. El abuelo también se retiraba temprano, poco después que nosotros. Si él se iba a dormir, los niños no podíamos pretender quedarnos más allá de esa hora.
Las noches de verano, a través de las ventanas abiertas, la luz pálida del exterior se colaba en la habitación. Desde mi cama escuchaba el silencio seco de la era, el sigiloso movimiento del aire cálido al juguetear con las finas cortinas y el murmullo del campo agostado. Entre aquellos sonidos amortiguados se deslizaba el ruido de algún coche al pasar. Sin darme cuenta, me dormía.