domingo, 30 de diciembre de 2012

Recuerdos

Vladimir Volegov
Hay momentos en los que te asaltan los recuerdos. Son instantes dulces, en los que se regresa a un lugar lejano en el tiempo o en el espacio, o se revive algún episodio del que forma parte algún ser querido. Son vívidos bucles del pasado, recreado hasta en sus más mínimos detalles y sensaciones. Ilustran la frase de que nadie muere en realidad mientras aún viva en la memoria de otro. Sorprenden por su carácter fortuito y su intensidad. Se acompañan de la emoción de refrescar aquella vivencia, de recuperar el contacto perdido. Son siempre demasiado breves y dejan tras de sí un poso de nostalgia.

Al escribir se traen al presente multitud de esos maravillosos recuerdos, y en ocasiones estos dan la entrada a una riada de memorias que arrastran a otras que, de otro modo, puede que hubiesen permanecido atesoradas en  algún rincón de la mente, sin ver la luz en ese momento o que incluso no llegasen nunca a reaparecer. Resulta reconfortante y se podría caer en la tentación de vivir en el pasado. En realidad sucede lo contrario. El presente se mira con otros ojos, se presta atención a los detalles, se guardan, y hasta se apuntan mentalmente. Se intenta captar la esencia de cada cosa, lo verdaderamente importante. Luego todo se estudia, se procesa y se analiza dentro de cada persona y cada contexto. El tiempo es efímero pero la memoria no. Atesorar los instantes más conmovedores produce una extraña y alegre felicidad.

Al atrapar de nuevo una memoria entrañable, se agarra para no volverla a soltar. Cualquier distracción puede provocar que ese momento se esfume y se pierda de nuevo entre los remolinos de la mente. En ocasiones esto sucede de manera inconsciente, pero ese frágil recuerdo que ha surgido en un determinado momento, queda en la superficie y reaparece de forma inesperada. En esta segunda aparición se aferra con uñas y dientes, se graba en tinta y se comparte. Esas historias memorables se completarán con la visión de otros y pasarán a formar parte indivisible de la intimidad de la familia.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Temperatura psicológica

"Below zero" Robert Hilbert

Mientras en Linares todos nos agazapábamos alrededor de la chimenea del salón, mi tío Pepe se paseaba en mangas de camisa y nos aseguraba, con gran convicción en su voz, que el "frío era algo psicológico". Sin embargo, al alejarnos del fuego para ir al baño, sentíamos que nuestra psique no estaba preparada para enfrentarse a las corrientes de aire y corríamos escaleras arriba con la doble finalidad de entrar en calor y de pasar el mínimo tiempo posible alejados de cualquier fuente de calor. En ocasiones, alguno de los mayores, tras ducharse, se dejaba allí abandonada la pequeña y buscadísima estufa, sobre la que no se podían dejar los calcetines para quitarles la capa de escarcha nocturna porque, aunque lo que se dice calentar, calentaba poco, lo que era carbonizar lo lograba en apenas una fracción de segundo. Si al llegar sin resuello nos encontrábamos con ese preciado objeto, nos apresurábamos a enchufarlo, nos quedábamos a su lado mientras contemplábamos impacientes cómo la resistencia se encendía al rojo y en ese excepcional calorcillo aprovechábamos para entretenernos con algún tipo de ablución. Pese a disponer de estufa esa actividad también requería armarse de valor, supongo que se puede considerar que esa es una cualidad que entra dentro de la categoría de psicológica. Los grifos del agua caliente y de la fría eran individuales lo que convertía la acción de lavarse las manos en algo similar a escaldarlas (nadie era tan valiente como para arriesgarse a sufrir los efectos del Raynoud tras congelarse los dedos bajo el chorrito de hielo recién fundido que corría por las cañerías de la fría). El ver aquella estufa tenía un innegable efecto positivo en nuestra mente y nos bastaba con sentir su calor en los pies, nunca pasaba de ahí, para pensar en enfrentarnos a la desnudez que obligaba un aseo completo.

Por la noche, la psicología nos abandonada, supongo que rendida al cansancio. Para meternos en las heladas camas del piso de arriba, recurríamos a todo lo físico y térmico que se nos ocurría. Así, armados de calcetines de lana, pijamas de felpa, por desgracia sin manoplas ni capucha, y también sin que nos hubiese correspondido en suerte ninguna de las contadas bolsas de agua caliente, nos introducíamos entre las sabanas. La tiritona que se desencadenaba tras esta maniobra no contribuía a que comulgásemos con la sabiduría de mi tío. Eso sí, una vez lográbamos conciliar el sueño, no nos volvíamos a acordar de que nos encontrábamos en una habitación válida para conservar alimentos, claro que tampoco percibíamos el vaho de nuestras respiraciones al exhalar debajo de las mantas. Es posible que inducir el sueño por medio de hipnosis sea una buena psicoterapia para resistir el frío, de hecho los osos, en un alarde de inteligencia práctica, se aplican el cuento e hibernan. La ventaja de ese comportamiento es que ningún animal habría podido atacarnos en el piso de arriba de la granja, al verse allí se habría quedado dormido hasta la primavera para sobrevivir.

Heart of Snow por Edward Robert Hughes
A la vista de este tipo de influencia del ritmo sueño-vigilia sobre la aclimatación, a lo mejor sí que debo darle la razón a mi tío. El principal argumento a su favor es que el frío es una sensación, sin embargo es rebatible con el razonamiento de que no sucede lo mismo con la temperatura, que es objetivable (por distintas escalas). Sin embargo, en función de los hábitos de vida de cada uno, la actitud ante la temperatura exterior es más que variable. Un andaluz a 30º se alegrará de que al fin haya refrescado, un islandés encenderá el aire acondicionado del coche a los 15º y un madrileño, en esos mismos niveles del termómetro, se preguntará a qué esperan en la comunidad de propietarios para poner la calefacción.

En nuestras vacaciones en Estocolmo, al que llegamos un veraniego, cálido y soleado 13 de Septiembre, nos aseguraron que el 14 era el día en el que el tiempo viraba. El sutil cambio sólo supuso un derrumbe de las temperaturas de unos 25º, al que se asoció una gélida galerna polar en toda su crudeza y que convirtió la temperatura de 10º en una sensación térmica de -5ºC (claro que, como cualquier sensación, era puramente psicológica). Recuerdo que aquella mañana dimos un paseo por el centro de Estocolmo, aunque debo confesar que he olvidado lo que vimos (mis neuronas congeladas no podían fijarse en nada, las sinapsis tiritaban y no lograban conectarse mientras mi hipocampo se esforzaba, sin éxito, por barrer de mi memoria cualquier rastro de aquella experiencia, aunque sólo consiguió borrar el paseo, que no el frío). Sé que había casas de color marrón, una valla negra, jardines con árboles y una acera de color gris por la que avanzaban mis pies, que eran casi lo único que veía, mientras caminaba sobre ella, embozada y encogida, en un intento vano de protegerme de las ráfagas de la "fresca brisa". Me gusta pasear por las ciudades, patearlas a fondo, calle a calle, sin embargo en este caso sólo pensaba en llegar a un lugar con techo y cuatro paredes, sin importarme en absoluto el trayecto hasta él. Lo único que deseaba era que fuese lo más corto posible. No sé cómo iban vestidos los suecos, sólo sé que lo que yo llevaba puesto (chaqueta de piel con un grueso forro polar por debajo) no era ni remotamente suficiente.

Poco después de aquello leí un artículo de Rosa Montero sobre su visita a Alaska. Aunque algo más agreste que Estocolmo, su impresión fue similar: 10º, viento helado y aire acondicionado encendido en las cafeterías, ante el que se preguntaba que a quién se le había ocurrido siquiera instalarlo. Mientras los habitantes locales sudaban en camiseta, los psicológicamente frioleros manifestamos nuestra dolencia con escalofríos, castañeteo dental y piel de gallina desplumada.

Aunque la psicoterapia sea el remedio definitivo para el frío, de momento prefiero probar su eficacia previamente pertrechada de un buen abrigo, una bufanda, unos guantes y un bonito gorro que mantenga mis ideas y mis orejas bien calientes.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

El botiquín de la granja


Si a alguien le sorprende el hecho de que en nuestras aventuras ninguno de los primos terminase con los huesos rotos, la respuesta es simple: ¿quién ha dicho que no nos rompiésemos nada? Sole, que se las apañaba para estar en medio de cualquier "fregaó" con riesgo para la integridad física, era cliente asidua a la casa de socorro y las escayolas casi formaban parte de su atuendo habitual. El resto teníamos unos ángeles de la guardia más competentes que el suyo, o simplemente puede ser que el de mi inquieta prima, agotado, hubiese presentado su dimisión hacía tiempo y ningún otro se hubiese presentado voluntario para relevarle en sus funciones. Los golpes de los más pequeños se arreglaban con un sana curiana y un beso de su madre. Tras un par de mimos, regresaban a la zona de guerra con ímpetu renovado. Para los chichones el remedio era poner un paño con aceite sobre la zona. Había que tener cuidado al solicitar atención para un golpe, no se podían dar demasiadas explicaciones al respecto de cómo se había producido, so riesgo de incurrir en un castigo. Antes de acudir en busca de asistencia, convenía esperar a que cediese la primera reacción ante el trauma. Si se presentaba uno ante los mayores con aspecto pálido y lamentable podía verse obligado a permanecer en reposo. Aunque de entrada esa medida pueda no parecer algo demasiado horrible, sí que lo era cuando, una vez recuperado, uno debía limitarse a ser testigo desde la ventana del salón, y sin permiso para ser otra cosa que testigo, de como el resto continuaba con sus juegos, a muerte, en su ausencia. Aquel tipo de convalecencia era temida, y evitada, a partes iguales por niños y adultos que, de sólo pensar en tener a uno de nosotros toda la tarde metido en la casa mientras el resto pasaba a visitarle con asiduidad, daban el alta al paciente apenas empezaba a recuperar "la color". 

Por regla general, la mayor parte de las veces, nuestros accidentes se limitaban a una serie de rasguños que mi abuela nos lavaba con un chorro de agua oxigenada para rematar la cura con una buena rociada de Novecután. Aquel producto era imprescindible en su botiquín. Servía para cortes, arañazos, raspones, e incluso para aliviar la irritación de las ortigas. Después he descubierto que no es más que pegamento pero el caso es que, con nosotros, eso de fijarnos bien la porquería con el spray funcionaba divinamente. O todos gozábamos de una más que envidiable encarnadura, o la tierra de la granja tenía propiedades medicinales, cosa que no me extrañaría. A fin de cuentas, su barro, además de formar parte ocasional de nuestra dieta, bien revuelto con huevos robados a mi abuelo, aliñados con yeso, vitaminas de conejos, pan de los cerdos y pimentón de ladrillos, también servía para calmar las picaduras de las avispas.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Frutales


Salvo los naranjos y la higuera, el resto de los árboles, de ramas poco accesibles entre otros inconvenientes, nunca fueron considerados por la chiquillería como refugio de juegos. Tampoco podían ser empleados como escondite de ratones de biblioteca, porque ni siquiera la mayor de las abstracciones conseguía soslayar su incómoda naturaleza.

Los perales, además de tener unas copas bastante cerradas, eran el lugar preferido por mi hermano y sus secuaces para hacer su agosto con la caza de las avispas. A cinco duros que pagaba mi abuelo por cada cien de aquellos bichos, estaba claro el elevado riesgo que se corría de recibir la dolorosa picadura de uno de aquellos insectos. Otra posibilidad era que a mi panda de primos, capitaneada por el hermano, se les ocurriese hacer de una su presa, con la idea de conseguir de ese modo una recompensa más sustanciosa, a fin de cuentas la víctima era mucho más grande que una colmena llena de avispas. Esa opción me apetecía incluso menos que la de que me clavasen un aguijón.


"Canning Pears"
Timothy C Tyler
Aquellos perales presentaban la enorme ventaja, al menos con respecto a los naranjos, que su fruta, lejos de ser amarga como en aquellos, era increíblemente sabrosa y muy dulce. Recuerdo tomar aquellas peras en Agosto, a mitad de la tarde, recién cogidas del árbol y lavadas con la manguera de riego. Es cierto que después de recibir el sol durante todo el día estaban algo calientes, pero eso no me importaba en absoluto, sobre todo porque al morderlas resultaban extremadamente jugosas y deliciosas, se convertían literalmente en agua azucarada.

Mi abuelo recogía aquellas peras por cubos, y aunque se repartían por docenas entre todos los titos y demás miembros de la familia, los kilos y kilos que sobraban se transformaban en mermelada. Aunque todos alababan las bondades de aquella compota, personalmente siempre he opinado que semejante transformación era una lástima. Las peras perdían no sólo su textura en el proceso, sino también ese singular aroma de fruta recién cogida, y el azúcar añadido, necesario para la conserva, ocultaba su delicado sabor. Es cierto que era imposible comerse aquel enorme arsenal antes de que se estropease, no obstante esa razón no me reconciliaba con aquella mermelada.

Entre los naranjos y los perales estaban las dos enormes moreras que daban sombra a los columpios. Claro que después de la experiencia de Sole y Pal tras su conquista nos teníamos que conformar con tomarnos las moras que caían y nunca más nos arriesgamos a conquistarlas. De entre sus frutos valorábamos especialmente aquellos que no habían sido aplastadas, aunque debo reconocer que nos comíamos incluso esos. Las hojas también eran consumidas, aunque en este caso por los gusanos de seda de mi hermano.

En el camino que conducía desde los columpios hasta la piscina, había un pequeño almendro. Era sin duda uno de los árboles favoritos de mi abuelo que se ocupaba personalmente de recoger los almendrucos. Luego se sentaba en la mesa mientras los limpiaba, preparaba y pelaba para sacar las almendras que mi abuela tostaba para ofrecérselas luego de aperitivo en las partidas oficiales de tute de las tardes. En aquellas reuniones con sus hermanos, las deliciosas almendras, de las que mi abuelo se sentía tan orgulloso, se oficiaban junto con unas crujientes patatas fritas, unas aceitunas caseras, en ocasiones también mérito del abuelo aunque para mi gusto estaban algo amargas, y un vino doloroso. Aquellas almendras se molían para usarlas en las salsas, las albóndigas, los filetes rusos y el pastelón. El pobrecillo almendro parecía un árbol algo enclenque. Sin embargo, su aspecto frágil resultó ser engañoso, lo que se demostró tras su milagrosa recuperación cuando se nos escapó la cierva y se desayunó todas sus hojas, sin dejar ni una. Esa historia ya está narrada en otra entrada.

PASTELÓN DE LA GRANJA
Ingredientes
Un par de láminas de hojaldre (mi abuela lo solía preparar ella misma con la inestimable ayuda de la tita Mercedes. La recuerdo con un bol de agua helada al lado por si era necesario enfriar la encimera de mármol sobre la que estiraba y doblaba cuidadosamente la masa, que debía permanecer bien fría, hecha de harina y manteca, para conseguir las finas y crujientes capas de hojaldre).
Un buen puñado de almendras repeladas. Extenderlas sobre la bandeja de horno y tostarlas ligeramente (luego con el calor que guardan en su interior, siempre se hacen un poco más). Una vez frías: molerlas.
Unas onzas de chocolate negro ralladas
Canela en polvo (para espolvorear sobre el relleno y también por fuera)
Una lata grande de cabello de ángel, preferiblemente de marca "El Quijote" (eso si no se dispone de cidra natural para cocerla en almíbar y preparar un delicioso cabello de ángel casero, que es el que le ponía mi abuela)

First pie- Sonia Terpening
Elaboración
Con un rodillo (o una botella vacía) estirar una lámina de hojaldre sobre una superficie enharinada hasta que quede fino pero manejable. Colocarla sobre una bandeja de horno.

Entender por encima del hojaldre una capa de cabello de ángel de aproximadamente menos de medio centímetro de grosor (es un pastel muy fino y no conviene abusar del cabello de ángel o resultaría empalagoso)

Poner una fina capa de la almendra tostada y molida de manera de modo que cubra todo el cabello de ángel.

Espolvorearlo generosamente con chocolate rallado (bien repartido aunque deben quedar huecos) y canela en polvo.
Estirar la segunda lámina de hojaldre y cubrir el pastel. Pinchar la superficie con un tenedor para evitar que suba demasiado.

Cocer a horno fuerte, precalentado a 220º, durante unos 25 minutos (hasta que se dore).
Al sacar espolvorear de nuevo con un poco de canela y azúcar blanco (no es necesario que sea azúcar glas)

Servir en la sobremesa, en buena compañía, mejor conversación y, por supuesto, con una copita de Risol.


miércoles, 12 de diciembre de 2012

Los eucaliptos de la Era


Los cuatro inmensos eucaliptos de la Era constituían una de las señas de identidad de la granja. Cuando llegábamos a Linares, agotados y aburridos después del largo viaje, poníamos toda nuestra atención en avistarlos a través de las ventanillas del coche para sentirnos, por fin, en nuestro destino.

Los eucaliptos no sólo formaban parte del habitat de los primos, sino también del de otra serie de animales de esos que habitualmente perseguían para su estudio el hermano y sus aplicados secuaces. Hubo una época, cuando descubrimos que una serpiente vivía en uno de los agujeros de sus troncos, en la que nos dejó de atraer la idea de pegarnos demasiado a su corteza. El hallazgo del animal nos obligó a buscar otros escondrijos para nuestros juegos, aunque esa fue sólo una medida transitoria y los árboles recuperaron al poco tiempo su papel. Aquel encuentro instigó también nuestra curiosidad más morbosa por lo que, a una distancia presuntamente prudencial, que según nuestro criterio oscilaba entre los 20 y los 30 cm, nos juntábamos un corro de primos para vigilar el hueco alargado de la base del tronco con la esperanza de que a la culebra se le ocurriese hacer de nuevo su aparición estelar. Por supuesto el bicho no era tonto y, para nuestra inmensa decepción, nunca se le ocurrió volver a asomar por allí la cabeza. Me figuro que tanta expectación la espantó. Debo reconocer que no eramos un público ni discreto, ni mucho menos silencioso. Aún así nuestro interés se vio recompensado con un pequeño premio de consolación. En representación del ofidio nos encontramos una muda, algo parecido a un pingajo de media, blanquecina y translucida, marcada con la huella de las escamas. Emocionados, corrimos a mostrarle aquel hallazgo a nuestro abuelo. Eso nos sirvió para aprender que las serpientes deben cambiar por completo su piel para poder crecer o su nuevo cuerpo no cabría en ella. Se desprenden de la antigua según emergen ya con la nueva y la abandonan. Después de aquel episodio mi abuelo también buscó a la culebra y, aunque él se llevó la escopeta para defenderse, obtuvo el mismo éxito en su cacería que nosotros en nuestra espera.

A pesar de nuestra inclinación a despegarnos del suelo nunca proyectamos en serio emprender la escalada de los enormes eucaliptos. No es que no nos atrajese la idea, sencillamente nos parecía irrealizable. El problema fundamental consistía en que su circunferencia, de más de metro y medio de diámetro, era inabarcable, y para empeorar aún más las cosas las primeras ramas se situaban a unos buenos diez metros del suelo. Para lograr llevar a cabo semejante hazaña habría sido preciso disponer de un completo equipo de alpinismo, del que desgraciadamente carecíamos.

En su corteza se quedaron grabados los nombres de los primos junto con algunos de los amores y desamores de nuestra infancia. Suponían un escondite estupendo una vez que se ponía el sol y la Era estaba casi tan oscura como la proverbial boca del lobo. El único problema residía en tener que cruzar ese espacio completamente despejado a toda velocidad, sin tropezar y caer en sus múltiples piedras, para llegar al porche y salvarse. Lógicamente era impensable intentarlo a plena luz. Para lograrlo no bastaba sólo con la noche, sino que se precisaba también algo de colaboración por parte del que se la ligaba que, en vez de esperar sin moverse a que los primos nos acercásemos a su posición, táctica que empleaban los más pacientes, debía salir de "la casa" a buscarnos y así darnos la oportunidad de adelantarle en carrera y gritar "por mí (lo de "y por todos mis compañeros" no solíamos considerarlo válido).

Sé que el eucalipto no forma parte de la flora autóctona de Andalucía, y también sé que es un árbol perjudicial para el suelo. Sin embargo, aquellos cuatro eucaliptos formaban tanta parte de la granja como sus propias paredes encaladas y, el hecho de ir hasta allí y no verlos me genera una impresión confusa de desorientación. Tengo la esperanza de que se trate de un error. Sin embargo ya sólo queda el trozo de campo que se encontraba tras los establos de los caballos. Ese campo que en primavera se cubría de altítimas hierbas salpicadas por diminutos racimos de flores amarillas, enormes margaritas silvestres y rojísimas amapolas. Más allá, los únicos árboles que pueblan la tierra arcillosa y roja no son otros que  los tortuosos olivos de la región, extendidos en hileras paralelas hasta perderse en las colinas del cortijo de las piedras.

lunes, 3 de diciembre de 2012

La tita también iba en Tren

Además de la canción del tren, que la tita Mercedes de Linares nos interpretaba con sus diálogos y voces, recuerdo otro tren de su pasado, del que también nos hablaba. Esta historia era mucho más romántica.  Comenzó con un joven asomado a la ventanilla de uno de los vagones que, al ver a la tita, la saludó al pasar. Ella le sonrió. Al día siguiente, el mismo muchacho, al reconocerla, desde el vagón, le lanzó un ramillete de flores. Repitió el mismo gesto durante varias semanas seguidas. La tita supuso que debía de tratarse de un estudiante porque, al terminar el curso, dejó de verle y ya nunca más supo de él.

Al recordar esa ilusión de romance a la tita se le iluminaba la cara. Eso mismo le sucedía cuando nos contaba otras muchas cosas de su vida. Disfrutaba al hacerlo y, según revivía sus experiencias, nos transportaba con ella al pasado. Nos embaucaba con sus sencillas narraciones, que atendíamos admirados, sin movernos, casi sin respirar. Poseía un don innato para la actuación que sólo explotó durante una corta época de actriz de teatro aficionada en Canena. Luego, su fiel público se limitó simplemente a nosotros. No creo que echase de menos la falta de reconocimiento de su talento, ni tampoco que hubiese sido más feliz de haber gozado de fama mundial. Más bien al contrario, su entrañable persona donde se encontraba a gusto era en la intimidad de la familia al recibir el cariño de todos los primos. No necesitaba aplausos sino afecto.

A base de memoria y con la ayuda de Internet, he intentado buscar y completar sus famosas coplillas del tren. No puedo transcribir la dulce entonación de la tita ni reproducir la gracia que ponía en el acento con el que nos recitaba las estrofas pero, según leo los versos, me imagino su expresión y la escucho de nuevo en mi cabeza. 

"EL TREN DE LA TITA"

Como estoy en la sierra metía y no salgo del campo en mi "vía", me asusto de "to". 
"Pa" deciros "to" lo que no sea: mi cortijo, mi casa, mi aldea, mis padre, los perros, los burros y yo.
Pues pasó que una vez fue mi padre a Sevilla a ver a su compadre Frasquito Millen. 
Y me dijo "¡anda vente chiquilla!, ya veras que bonito es Sevilla. Te llevo en el tren."

¡En el tren, ay qué bien, cuántas cosas alegres se ven!

"To" lo nuevo me puse aquel día
Me peiné lo mejor que sabía, me puse una flor.
Y cogimos por fin la "verea", levantando una gran polvarea,
mis padres, los perros, los burros y yo. 
En la sala de espera esperamos, esperamos y desesperamos, "pa" decirlo bien. 
Vimos entrar una gran cafetera, que chupaba por una piquera, y aquello era el tren.

Pero tuve "mieo" y recé cuatro salves y un "creo" subiéndome al tren.

Y eso sin contar que nos llevaron 4 reales por unos cartones tal que "así", sin una estampa ni na.
Y al llegar a la puerta no van y nos dicen:
-"Traiga Ud aquí los billetes. 
-¡Los billetes! 
-Pero nena, si son pa picarlos.
- ¡Pa picarlos! ¡con lo que nos han "costao"! ¡Hazte cuenta que han "tocaó" a banderillas! Estos van enteritos." 
Y nos colamos "pa" el tren.

Y en el tren, ¡ay qué bien!, cuántas cosas alegres se ven, 
pero tuve mieo y recé cuatro salves y un credo subiéndome al tren. 

Frank Holl -The wide wide world
Y "pa" que contar lo que pasó mi padre pa montarse, porque como el que no sabe, es como el que no vé, allá que vió una ventana y allá que se agarró y aupa "pa" dentro. Luego, viéndome aún en el andén, se rascó la cabeza y dijo: "¡"Camará"!, mal está esto "pa" las mujeres".

Cuántas cosas se ven los cristales, "pa" recuerdo dejé las señales ¡mal tiro me den! 
¡Hay que "mieo" más grande Dios mio, hay qué marcha, qué son, que "ruio", que jumo, qué olor!

Y en el tren, hay qué ver, "pa" probarlo una vez está bien, 
pero es mucha tela y otra vez va a subirse la abuela del amo del tren.

viernes, 30 de noviembre de 2012

Una jornada en la granja

"Al sol del mediodía"
Gianni Strino
El abuelo se levantaba al amanecer. Procuraba no hacer ruido para no despertar a la Baronesa que dormía en la cama de al lado. Se vestía y salía dispuesto a empezar la jornada.

Se dirigía a los gallineros. Comprobaba que todo estaba en orden. Era función de mis tíos levantarse en medio de la noche para soltar a los perros en el interior de las naves y dejarles librar una lucha cruenta y asesina contra las ratas que, aprovechando la oscuridad, se habían infiltrado en ellos. Los roedores no sobrevivían a la pericia de los canes. Eran perros sin raza, que alcanzaban edades avanzadas. El pequeño Cordobés, pequeño y bravo, era uno de los favoritos de los primos. El que más me impresionaba era el Briones, muy viejo y tan grande como un poni, que se encargaba de guardar la cochiquera.

Una vez terminada la ronda, el abuelo regresaba a la casa y se preparaba el desayuno. Coincidía con frecuencia con él en la cocina y le imitaba. Tostábamos el pan del día anterior hasta que la miga adquiría un bonito color. La arañábamos con un cuchillo para abrirla y que penetrasen en ella el sabor del ajo que frotábamos contra la tostada. Recuerdo aquel ruido del rascado que hacía el pan al lijar el diente y liberarlo de su aroma. Un chorro de sabroso aceite completaba el aliño. El pan crujiente, y aún caliente, desprendía el sabor penetrante de aquella deliciosa combinación al morderlo. Aún hoy, veo la cocina blanca, con su ventana entreabierta al patio, ante el olor del pan tostado con  su buen aceite y su ajo.

Algunos días, el trajín matutino del abuelo se prolongaba y el desayuno era tardío. Aquellas mañanas, con los huevos frescos, recién puestos, y algunos pimientos, recogidos minutos antes de la huerta, la tita Mercedes le preparaba unos huevos fritos con sus puntillas y su acompañamiento de pimientos. En ocasiones, el panadero ya había dejado para entonces unas barras frescas, del día, y mi abuelo hundía la densa miga en aquella yema líquida y cremosa.

Durante los meses de invierno, entre sus labores de primera hora, estaba la de limpiar de cenizas la chimenea del salón y encender un nuevo fuego. Ponía un buen tronco en el interior del hogar, algunas ramas más finas que prendiesen con facilidad y unos cuantos papeles de periódico arrugados. En pocos minutos el fuego crepitaba alegremente para que la habitación estuviese caldeada para cuando la Baronesa se levantase, lo que no sucedería hasta más entrada la mañana.

Después del desayuno retomaba sus funciones. Además de alimentar a los animales, había que ocuparse de los huertos y de algún que otro cliente despistado que hacía su aparición a esa hora para comprar huevos. Mientras tanto la abuela desayunaba en la cama antes de levantarse. Para entonces la tita había dejado todo como los chorros del oro y la Baronesa se ocupaba de preparar de la comida. Aún recuerdo a alguna desventurada gallina esperando su destino en la cocina antes de que se le retorciese el pescuezo y acabase desplumada. Los chiquillos no veíamos esa escena. En general nuestra función consistía en quitarnos de en medio. Si no andábamos precavidos, nos hacían entrega de un paño y un plumero, la escoba o la fregona, para que los empleásemos en la limpieza del transitado pasillo, o en el vacío piso de arriba.

Era importante desayunar bien porque la comida nunca se regía por horarios europeos. El olor de los guisos, sin embargo, estimulaba el apetito mucho antes de que se acercase su hora. Un rato antes de sentarnos definitivamente a la mesa, mi abuelo y mis tíos se tomaban juntos un aperitivo. Unas patatas, unas aceitunas amargas, una fuente de pepino cortado y aliñado con aceite y sal, algo de ensalada con la dulce lechuga del huerto o unas finas rodajas de calabacín enharinado y frito, formaban parte de aquel tentempié, que con frecuencia incluía también alguna apetecible muestra del menú del día. Si el abuelo miraba el reloj o oía la sintonía del telediario al terminar, y la mesa todavía no estaba puesta, permitía que los nietos compartiésemos con él aquellos platillos y matásemos momentáneamente al gusanillo (más bien la escolopendra) del hambre.

Una vez las visitas se marchaban, sobre la mesa de madera oscura se extendía un hule, se escogía un mantel limpio,se distribuían las servilletas, marcadas por sus dueños con sus correspondientes servilleteros y se colocaban los platos y los cubiertos. Me sentaba a la derecha del abuelo, salvo que algún invitado se introdujese entre medias, y aquella era en mi opinión, un lugar de honor. La comida era un momento de reunión, revestido de cierta solemnidad, lo que no impedía que los hambrientos devorásemos los manjares preparados por la Baronesa. El abuelo se encargaba de partir la fruta, y sus sandías y sus melones le despertaban comentarios de admiración y, muy raramente, también alguna crítica. Siempre buscaba lo positivo para alabarlo, incluso ante un infame guiso de una de mis tías (un fallo lo tiene hasta la cocinera más experta), instigado por la Baronesa a ofrecer su siempre magnánima opinión, se limitó a afirmar que el engrudo en cuestión estaba "un poquito mejor que crudo".

El abuelo siempre se echaba siesta. Se sentaba en su sillón, delante del televisor, y mientras se recogía la mesa, él se dormía. La tita Mercedes se escaldaba las manos al fregar los cacharros bajo el chorro de la única agua caliente del día y los demás salíamos a sacudir el mantel y nos ocupábamos de barrer las migas. Se echaban las contraventanas y el salón se quedaba en penumbra. Sólo se oía la tele y los ronquidos acompasados del abuelo. Era un momento sagrado, en el que ningún otro ruido podía interferir.

Por la tarde no se terminaba la faena. A veces nos convocaba a las primas y debíamos acompañarle al despacho a clasificar los huevos por cartones. Una máquina rotatoria los dejaba en las diferentes divisiones de la mesa, y debíamos colocar los de nuestra sección en sus cartones correspondientes. Nos aburría mortalmente esperar a que los huevos cayesen de su cinta transportadora, pero nunca se nos ocurrió escaquearnos de aquella tarea, ni muchos menos comportarnos como lo hacen muchos viajeros en el aeropuerto en idéntica situación, salvo por lo de manejar maletas en el lugar de huevos. Otras tardes se subía a Linares y le convencíamos, no siempre con éxito, para que nos llevase con él. Si lo lográbamos, nos despedíamos de los que se quedaban hinchados con toda la gloria de haber sido los escogidos para realizar aquel trayecto. Luego, o bien acompañábamos al abuelo a hacer los recados, o bien nos dejaba en casa de mi tía que se encargaba de devolvernos a la granja.

Una vez se ponía el sol llegaba el momento de echar una partida a las cartas junto con su hermano, su cuñado, mi padre o alguno de mis tíos. Jugaban al tute. Podía tocarles una mano buena o regular, unas veces cantaban 40, otras 20, de repente fallaban y se llevaban un triunfo, para desesperación del que lo había dejado confiado sobre el tapete. Me encantaba observar el juego, sin interrumpir por supuesto, e internamente siempre deseaba que ganase el abuelo, que era el que mejor lo hacía. Los nietos organizábamos nuestras partidas de tute paralelas en el porche, aunque a nuestras barajas solía faltarles alguna carta y era difícil conseguir montarlas con tan sólo 4 jugadores. Si alguno abandonaba su posición, independientemente del motivo, sería relevado inmediatamente por un impaciente voluntario. Mientras los mayores jugaban, los niños cenábamos temprano, en la cocina. Mi cena favorita era cuando mi abuela preparaba filetes rusos. Su adobo incluía almendra molida y azafrán, además de pan mojado y escurrido, ajo, sal y perejil. Quedaban con una cubierta dorada al hacerlos en la sartén, con la carne jugosa y tierna en su interior. Si de postre había preparado natillas con nubes, mi felicidad gastronómica era completa.

Los mayores cenaban tarde, en la mesa del salón. Su cena era distinta a la de los niños. Al terminar, o a veces incluso antes, nos mandaban a la cama. Debíamos despedirnos de todos hasta el día siguiente con un beso de buenas noches. El abuelo también se retiraba temprano, poco después que nosotros. Si él se iba a dormir, los niños no podíamos pretender quedarnos más allá de esa hora.

Las noches de verano, a través de las ventanas abiertas, la luz pálida del exterior se colaba en la habitación. Desde mi cama escuchaba el silencio seco de la era, el sigiloso movimiento del aire cálido al juguetear con las finas cortinas y el murmullo del campo agostado. Entre aquellos sonidos amortiguados se deslizaba el ruido de algún coche al pasar. Sin darme cuenta, me dormía.

martes, 27 de noviembre de 2012

Espinacas caneneras

El secreto de estas espinacas, según las hace la tita Carmen, es que quedan increíblemente suaves. Son tan cremosas que se derriten literalmente en la boca. El único inconveniente que se les puede sacar es que al cocinarlas reducen tanto su volumen que como se junten en casa de la tita unos pocos adeptos a sus guisos, de esos que llegan sin previo aviso, simplemente arrastrados por el olor de la comida, una debe conformarse simplemente con catarlas (y eso con mucha suerte). El pertenecer al grupo privilegiado de médicos de la familia me ha hecho ganar muchos puntos a la hora del reparto de delicias culinarias. Además, en el caso de que House no haya podido asistir a la comida por algún motivo, al pobrecillo (que es el otro miembro del grupo de galenos) siempre le guardan un tupper, más que generoso, para que lo podamos compartir luego en casa los dos juntos y nos repongamos bien del duro trabajo hospitalario. En mi opinión profesional no creo que haya ningún tratamiento mejor que lo que con tanto esmero sale de la cocina de las titas.

ESPINACAS CANENERAS

Ingredientes
- 1 Kg. Espinacas frescas.
-1/4 Aceite de oliva virgen extra.
-50 gr de pan sentado.
-2 dientes de Ajo.
-Cáscara de Naranja.
-Hoja de Laurel.
-Pimienta negra molida.
-1 pizca de pimentón dulce.
-3 hebras de Azafrán.
-agua.
-Sal.

Elaboración:
Se cuecen las espinacas con sal y se escurre bien el agua.
En una sartén honda de hierro, con el aceite de oliva virgen extra nada más que tibio, se doran despacio los ajos, el pan en rebanadas, la cáscara de naranja y el laurel.
Se retira todo y se incorporan las espinacas y se rehogan a fuego lento durante cinco-diez minutos.
Majamos todos los ingredientes fritos anteriormente (excepto el laurel) junto con el azafrán.
Agregamos a las espinacas el majado, la hoja de laurel, un toque de pimienta molida, una chispa de pimentón dulce y las cubrimos con un poco de agua.
Hervir a fuego vivo durante diez minutos. Añadir agua y sal si fuese necesario.
Dejar reposar al menos 30 minutos para que cojan bien todos los sabores.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Un patio particular

Sutton Palmer
El patio de la granja era un lugar lleno de vida. Nada más salir te recibía con sol y un olor intenso a jazmín. El arbusto lleno siempre a reventar de pequeñas flores blancas se apoyaba en la pared que había entre la casa de mi abuela y la cocina de mi tía. Según mi tía abría la puerta por la mañana, aparecían una veintena de gatos a saludarla. Sabían que traía con ella un buen cazo de migas en leche que devoraban en un santiamén. Luego se esfumaban y no volvían a asomarse por allí hasta la mañana siguiente.

Según avanzaba la mañana era el olor a comida lo que impregnaba el aire. Al alejarse la hora del desayuno y no acercarse la de la comida, que no se esperaba hasta bien entrada la tarde, aquellos aromas me provocaban gruñidos en las tripas. Afortunadamente nunca me negaban un tentempié. La excusa de que me iba a quitar el apetito sabían que no tenía validez en mi caso. 

En los laterales del patio solía haber ropa tendida secándose al sol. Me gustaba cuando eran la sábanas grandes y blancas las que colgaban de las cuerdas y creaban pequeños refugios en las esquinas. A veces ponía una silla escondida detrás de una de ellas y me sentaba allí a leer. El techo estaba cubierto por un enramado de parras cuyas grandes hojas daban sombra al patio. Hacia finales de verano, se llenaban de dulces uvas de un color dorado pálido. Recuerdo que mi abuelo protegía los racimos con las redes de las mosquiteras para evitar que se las comiesen las avispas. Claro que con mi hermano y sus secuaces matando a esos insectos a cinco duros el centenar, eran pocas las que sobrevivían a la masacre.

Los jazmines no eran las únicas flores del patio. Sobre el suelo de barro cocido, debajo de la ventana de la cocina de mi abuela, tenía mi tía unos tiestos de geranios verdes y rojos. Así aprendí que no nacen de semillas, sino de esquejes que se plantan directamente sobre la tierra. Al lado de aquellas macetas estaba "la pila". Era una pila de piedra tradicional pero con la característica añadida de ser el lugar de la granja con mejor suministro de agua, sobre todo caliente, por lo que, además de servir para frotar alguna prenda de vez en cuando, la utilizábamos cuando queríamos lavarnos el pelo. Aquello era todo un ritual. Primero teníamos que ir a la cocina de mi abuela a buscar la pequeña jarra de hojalata azul en la que mezclábamos el agua fría y caliente (de grifos separados, por supuesto). Una vez pertrechados con el recipiente, ya podíamos poner la cabeza dentro de la cubeta de la pila para remojar el pelo con aquello. Rara vez contábamos con champú, sino que solíamos usar el jabón de lagarto, hecho en Canena, que tenía la ventaja de no hacer mucha espuma y necesitar sólo un enjabonado para limpiar a conciencia. Más valía así porque para el aclarado final las reservas de agua caliente, incluso en esos grifos, se habían agotado y todas las teorías de que el pelo quedaba más brillante si se usaba agua fría, las inventó mi abuela mucho antes de que las anunciasen los expertos en cabello. Era la única manera de que nos enjuagásemos el jabón en condiciones. En verano el agua fría salía caliente del depósito con sólo esperar a las horas centrales del día. Con el calor de Linares muchas veces la ducha diaria era un manguerazo en el centro del patio que, además de quitarnos el polvo de nuestras excursiones, nos refrescaba lo que, con más de 40 grados a la sombra, se agradecía.

Childe Hassam "Red Geraniums"
El patio era lugar de paso para nuestras correrías. Desde ahí accedíamos a las viejas naves: al cuarto de los juguetes, a los tejados, a las ruinas de los gallineros, incluso a los columpios y a la piscina. También servía para dar la vuelta a la casa y cruzar por dentro a modo de atajo, lo que resultaba muy útil cuando jugábamos al escondite. Tenía tantas entradas y salidas que era un lugar ideal para ocultarse ya que te permitía aislarte y desaparecer cuando alguien se acercaba.

jueves, 15 de noviembre de 2012

HABAS EN SOBREHUSA


Las habas tienen un sabor muy característico, ligeramente amargo, que cuenta con muchos adeptos. Personalmente yo no me encuentro entre ellos. No es que sea uno de esos sabores que se aprenden a apreciar con el tiempo y no las haya probado lo suficiente. Las he probado desde mi infancia y debo reconocer que el modo en el que más me gustan es crudas, recién desgranadas, fresquísimas, según las cogía mi abuelo de la mata. Aún así, prefería las habicholillas con diferencia y, si debo escoger una verdura con un regusto amargo, sin duda serían los espárragos trigueros, especialmente los silvestres que recoge mi tío Andrés a lo largo de sus paseos a la orilla de los olivos. Me encanta el crujido que hacen al partirlos con los dedos, el olor que desprenden lentamente en la sartén con un buen aceite y su poquito de sal antes de añadirles unos huevos batidos y cuajarlos en una irresistible y dorada tortilla.

Mi abuelo recogía las habas de su huerto y las traía orgulloso a la casa. Eran unas vainas grandes llenas de semillas carnosas y tiernas. A la hora de plantarlas le asignaba el trabajo a mi hermano y sus dos secuaces, a cambio de una pequeña recompensa económica. Para que la planta creciese en condiciones, sin ahogarse, les indicó el mejor modo de realizar la tarea: les señaló la distancia a la que debían cavar los agujeros y les explicó que tenían que enterrar tres semillas en cada agujero para conseguir una mata digna. Ni cortos ni perezosos se pusieron a la obra. El campo arado era grande y el cubo de habas estaba lleno hasta los topes. Tras haber recorrido un par de surcos se hartaron de contar. Un par de surcos más allá los riñones y las manos empezaron a acusar el esfuerzo. ¿Pasaría algo por no seguir las instrucciones detalladamente? A fin de cuentas no era más que echar a un hoyo y un puñado de habas. Seguro que daba lo mismo tres que cuatro, y el cubo estaba repleto. Una vez bajo tierra ¿quién iba a darse cuenta? Continuaron sembrando con esa filosofía en mente. Al terminar el cubo, fueron a recoger sus honorarios.

- ¿Ya habéis terminado? ¿Tan rápido?- se extraño mi abuelo.
- Por supuesto- afirmaron muy ufanos los tres chiquillos.
- ¿Y habéis tenido suficiente para todos los surcos?- se interesó el abuelo.
- La verdad es que nos han faltado unas cuantas habas- reconoció mi hermano (unas cuantas significaban un surco y medio sin plantar)
- ¡Qué raro!- se extrañó mi abuelo- Las había contado y estaban justas.
¡Contado! No "contaban" con ese detalle.
- ¿Seguro que lo habéis hecho bien? ¿Tres por agujero?- insistió el abuelo.
- Sí, sí- afirmaron - lo hemos hecho según tus instrucciones.
- En fin, supongo que me habré equivocado en los cálculos - comentó el abuelo mientras les daba los cinco duros de recompensa prometida.

Unos meses más tarde las matas brotaron. Para meterse en esa jungla habría sido necesario un machete. Claro que la intervención a continuación de mi tío "el Gris" derivó en un gran ahorró de trabajo.
- El otro día me comentaron que ha salido un herbicida para la maleza que, a baja concentración, acaba con la grama sin perjudicar los cultivos. Podríamos probarlo- le sugirió a mi abuelo.
- No estaría mal. Nos ahorraría un montón de trabajo- accedió éste.
- Yo me ocupo, no te preocupes por nada- le prometió el tito.
Con su habitual disposición, le falto tiempo para ponerse manos a la obra. A última hora de esa misma tarde el campo de habas ya había sido regado en su totalidad con la disolución del milagroso producto. Al día siguiente, del matorral amazónico no quedaba más que el testimonio marchito y mustio de sus restos arruinados.
- ¿Qué ha sucedido?- preguntó mi abuelo al encontrarse aquella terrible devastación.
- Que lo del herbicida era un engaño y evidentemente no sólo quita las malas hierbas sino también las buenas- se justificó mi tío, desolado y frustrado.
- Pero ¿lo usaste en todo el campo? ¿Por qué no lo probaste nada más que en un sector?
Mi tío miró con asombro a su suegro. ¿Cómo no se le había ocurrido hacerlo así? Demasiado tarde, claramente aquello no tenía remedio.

Hubo que esperar una nueva cosecha para obtener habas. En esa ocasión el abuelo se ocupó de todo y el resultado final le dio razones suficientes para sentirse orgulloso. Mi abuela las preparó en tortilla, con arroz con conejo y, por supuesto, en sobrehusa (un tipo de potaje que es además la receta favorita de mi padre y que aquí transcribo).


HABAS EN SOBREHUSA
Se fríen un par de dientes de ajo en láminas y se rehoga una cebolla picada.
Se añaden las habas frescas peladas y se marea todo ligeramente en la sartén.
Se cubren con agua y se les pone un poco de pimentón, una pastilla de Avecrem, sal y un chorro de vinagre. Se dejan hervir. Debe quedar un guiso caldoso..
Al final se les echa una cucharada de pan rallado, un poco de comino y unos huevos duros picados.

viernes, 9 de noviembre de 2012

LOMO DE CIERVO CON VINAGRETA DE AVELLANAS


Durante unas vacaciones la atracción de la granja para todos los primos fue la cierva que había traído mi tío. Le crearon una especie de corral, al final del pasillo que continuaba el patio entre el viejo granero y el cuarto de los juguetes, y lo cerraron con una puerta atravesada, a modo de parapeto, para evitarnos el paso (lógicamente no lo consiguieron, para lograrlo deberían haber creado toda una fortaleza amurallada con su correspondiente puente levadizo). A través de ahí se accedía a una rampa por la que se bajaba al espacio comprendido entre los antiguos gallineros en ruinas, esos cuyos tejados formaban parte de nuestros territorios de juego. Pese a las protestas de los mayores que querían que dejásemos tranquilo al pobre animal, lo habitual era que nos pasásemos una buena parte del día tras aquella barrera mientras estudiábamos hasta el más mínimo detalle del comportamiento del bicho. Resultó ser bastante sociable y se acercaba a nosotros sin remilgos. Supongo que los trozos de pan que le ofrecíamos contribuían a que venciese cualquier reticencia inicial.

Estaba claro que si aquel precario cercado no suponían un obstáculo para nosotros, aún menos lo iba a ser para un animal con buena capacidad de salto. La cierva se escapó en dos ocasiones. La primera, después de dejar sin hojas cuantas flores, hierbas y arbustos encontró en su camino, entre los que se encontraba el almendro favorito de mi abuelo. Esa vez fue recuperada por mi tío al cabo de unas horas. Supongo que su voracidad la perdió, dejó demasiadas pistas. Fue devuelta a su corralito y se le impidió el acceso a la rampa (aunque seguíamos teniendo buena visibilidad sobre ella ya no le era posible acercarse a nuestra posición). Unas semanas más tarde, desapareció de nuevo para no regresar. Todos los primos mirábamos los cerros que se levantaban en el horizonte, detrás de los olivos, y nos imaginábamos al animal saltando y corriendo entre sus árboles y rocas. A lo largo de esas vacaciones no perdimos nunca la esperanza de divisarla de nuevo en algún momento.

No hay que mantener a un ciervo en el jardín de casa para preparar la siguiente receta. Se puede simplificar y prepararla con Cecina, Bresaola o directamente con carpaccio (fue así como lo probé en Cirilo. Allí no lo ponían sobre una tosta sino en un plato y la vinagreta, en lugar de con avellanas, era de nueces). En la tienda de alimentación de Ikea venden unos sobres de fiambre de reno, ligeramente ahumado, que también es delicioso.


LOMO DE CIERVO CON VINAGRETA DE AVELLANAS

LOMO DE CIERVO CURADO

Ingredientes (4 personas)
500 gr de lomo de ciervo
500 gr de sal gruesa
250 gr de azúcar
20 gr de sal ahumada
Aceite de oliva
Tomillo
Eneldo
Pimienta

Elaboración
Limpiar el lomo y ponerlo en la salmuera de la sal gruesa y ahumada y el azúcar durante 6 horas.
Transcurrido este tiempo, limpiar bien la sal y macerar unos minutos en aceite de oliva con tomillo.
Envolverlo en papel film y dejar en frío 24 horas

Vinagreta de avellanas caramelizadas
Ingredientes
50 gr azúcar moreno
100 gr avellanas
Salsa de soja
Un chorrito de aceite de oliva
Elaboración
Preparar un caramelo con 50 gr azúcar, cuando se dore, añadir las avellanas y, sin dejar de mover, retirar del fuego.
Diluir con la salsa de soja y un chorrito de aceite de oliva.

Otros ingredientes
250 gr queso de cabra
Un manojo de espárragos trigueros
250 gr escarola o rúcola
2 tomates maduros
Tostas de pan
Aceite de oliva

Montaje
Preparar unas tostas de pan y colocar, sobre ellas, las escarolas, bien lavadas y escurridas.
Saltear los trigueros y poner encima de la escarola.
Añadir unos cubitos de tomate pelado
Alternar lonchitas del lomo curado con queso de cabra, de modo que se solapen por los extremos.
Terminar la tosta con la vinagreta de avellanas caramelizadas.
Salpimentar y disfrutar.

miércoles, 31 de octubre de 2012

FELIZ ANIVERSÁRIO CUNHADO

Fatherhood by Kay Crain
Lo primero que llama la atención al conocer a mi cuñado es lo buen mozo que es. Es algo evidente para cualquiera: el muchacho destaca por altura y por apostura. Hace juego con hermanita, a la que comparó ventajosamente con una magdalena al conocerla (según nos informó a todos durante su boda) y juntos forman una preciosa pareja, en todos los sentidos. Como resultado de esta unión entre la perfecta magdalena y el estupendo bollicao tengo un nuevo sobrino desde hace pocos meses: un delicioso menino, tierno, dulce y adorable, tan bueno y simpático como guapo (y además es listo: ha sabido sacar lo mejor de cada uno de sus progenitores).

Tras su cordial sonrisa y atractiva fachada, el cuñadito también tiene cerebro. Aprobó la oposición con la máxima nota y pasó a convertirse en el atípico profesor (salvo en las películas) por el que las alumnas suspiran. Su llegada al instituto se asoció a la aparición de un sinnúmero de moratones en los brazos de la sección femenina, aunque ninguno secundario a la ejecución de castigos corporales. Tampoco se dedica a la educación física por lo que no era necesario que nadie se descalabrase en sus clases con el fin de llamar su atención. No, no era él el responsable directo de los hematomas sino que estos eran provocados por las amigas. ¿Cómo? ¿Se trataba de una encarnizada lucha por sus miradas? Tampoco era eso. Entonces ¿qué sucedía? La explicación había que buscarla en los indiscretos codazos y dolorosos pellizcos que se generaban a su paso por los pasillos. Generalmente iban acompañados de audibles susurros con el comentario de: "¿has visto qué bueno está el nuevo profe?" (y que él mismo oía). Al verle pasar bajaban tímidamente la mirada y se ruborizaban como adolescentes, que a fin de cuentas es lo que eran. No sé si aprenderían mucho en sus clases pero lo que sí es cierto es que en esa franja horaria la asistencia femenina era masiva. No faltaba ninguna. Aunque hubiesen amanecido con una fiebre espantosa, digna de una meningitis, si la enfermedad no requería hospitalización urgente, al llegar "la hora Coca-cola", mejoraban lo suficiente como para estar presentes (ya tendrían tiempo de recaer a posteriori, cuando le tocara el turno a otro profe con menos encanto). Estoy convencida de que su antiguo instituto vio multiplicadas las solicitudes femeninas para su asignatura a raíz de su contratación. Interés no les faltaba, que su atención se distrajese de la ciencia en el momento cumbre de la lección no era culpa de las pobres muchachas.

Se marchó con hermanita a Brasil y dejó tras de sí una estela de ojos llorosos y de jóvenes corazones rotos. Seguro que los alumnos masculinos agradecieron la oportunidad de reemplazarle. Por desgracia en la familia esas sustituciones no son tan fáciles. En el día a día, gracias a las comunicaciones, los correos, internet (cuando la conexión lo permite) y Skype, nos vemos de vez en cuando, aunque sea en la pantalla, y nos mantenemos informados de los progresos del menino, alrededor del cual gira la vida de sus padres. Sin embargo, en las reuniones familiares se echa de menos su amplia sonrisa y su inagotable buen humor. Las sobrinas no encuentran en el resto la misma disposición a la hora de jugar con ellas y pocos somos capaces de levantarlas y lanzarlas por los aires con la facilidad con la que él lo hace. Mi hermano es el único que suple esa función, aunque cuando está liado con las parrillas no puede ocuparse de las niñas de ese modo, so pena de asarlas "vuelta y vuelta" (lo que en ocasiones se agradecería).


Vendrán en Navidades y espero que traigan fuerzas para ser asaltados por la familia al completo. Tendrán que satisfacer las ganas acumuladas por todos, a lo largo de un año, en un sólo mes. Ya falta poco. Hasta entonces haremos aún más ganas y hoy le inundaremos con mensajes de Felicidades.
¡FELIZ ANIVERSÁRIO CUNHADITO!

PARABÉNS PRA VOCÊ,
NESTA DATA QUERIDA,
MUITAS FELICIDADES,
MUITOS ANOS DE VIDA!

viernes, 26 de octubre de 2012

La tita Pepi



Durante muchos años la tita Pepi vivió con mi tío y mis seis primas en la otra mitad de la granja. Dado el papel de la granja como lugar de reunión de toda la familia, lo que en vacaciones sucedía a diario, cuando nos juntábamos toda la caterva de primos no sólo invadíamos la sección de mis abuelos, sino también la suya. Nos presentábamos a su puerta casi continuamente a la busca y captura de alguna de las primas. Una vez que las chiquillas salían a jugar con el resto, tampoco terminaban las visitas, porque cada vez que necesitaban coger algo de su casa, ya fuese un juguete, un libro o una rebanada de pan con nocilla, solían hacerlo acompañadas de algún voluntario. En los juegos de escondite, si se descuidaba y dejaba la puerta abierta y accesible, aparecían niños como ratones en cualquier rincón de la casa. Es cierto que nuestras correrías se desarrollaban preferentemente en la parte de los abuelos y procurábamos no invadir demasiado su territorio, pero esto no siempre era posible.


Con semejante trajín la tita no paraba quieta más que para dormir. La casa era grande y seis hijas daban trabajo, aunque le echasen una mano en los quehaceres domésticos. Además, mis primas tenían facilidad para meterse en "fregaós", de la variedad de los no domésticos, y solían acabar castigadas incluso antes del desayuno. Eso sí, aunque su madre las regañase, no permitía que nadie más se metiese con su familia. Les inculcó a sus hijas que debían mantenerse siempre unidas, nunca criticarse entre ellas y defender a sus hermanas si alguien lo hacía.

Por las mañanas, mientras yo leía en el porche, antes de que su hija mayor se sentase a practicar sus lecciones de piano, ella limpiaba el salón y recuerdo que, al igual que Blancanieves, canturreaba mientras quitaba el polvo de los muebles y barría el suelo. Me gustaba mucho oírla cantar, entonaba muy bien y tenía una voz dulce y melódica. Una vez terminaba de adecentar la casa se dedicaba a preparar la comida. Siempre ha guisado estupéndamente. Sus berenjenas encurtidas eran deliciosas y, en Semana Santa, preparaba varias fuentes de torrijas para atender las demandas de todos los primos, golosos y hambrientos, que acudíamos con mayor asiduidad a su puerta. Recuerdo que las rápidas visitas a su cocina me provocaban la impresión de ser poco más que una ladronzuela, lo que no estaba exento de emoción. Me colaba allí como un perrillo, generalmente aprovechando la puerta del patio, y solía ser la primera, junto con alguna de sus hijas, en probar todas aquellas delicias. No me importaba achicharrarme con el pan  recién sacado de la sartén, caliente y cremoso, espolvoreado con el azúcar aún crujiente y la aromática canela. Si estaba demasiado caliente no importaba, sino que eso me ofrecía una excusa perfecta para tomarme otra torrija una vez se habían templado. Algunas raras mañanas la tita podía permitirse el entretenerse, hacer todo más tranquilamente y en algunas de esas ocasiones me instalaba con ella mientras preparaba sus guisos. Siempre me ha gustado el ambiente de las cocinas, me resulta muy acogedor. Supongo que tiene relación con que esa estancia siempre ha sido un punto de reunión y conversación, tanto en mi propia casa, en la de cualquiera de mis tíos y, por supuesto, en la granja.

Jean-Baptiste Camille Corot 
"Lectora Coronada con Flores (La Musa de Virgilio)" 
Por las tardes la tita tampoco paraba. Veía la televisión con las agujas de punto en las manos. Atendía al programa de turno mientras tejía, a toda velocidad, preciosos jerseys y chaquetas para sus seis niñas. Luego éstas los usaban para trepar por árboles y tejados, así que aquellas prendas nunca disfrutaban de una vida demasiado larga. Cuando tenía un rato para ella, leía. Su biblioteca era una de las que solía asaltar en mis visitas a Linares.

Tiene carácter y nervio, por lo que puede parecer brusca en ocasiones pero en realidad es una persona muy cariñosa, aunque poco demostrativa. Menos expansiva que la mayoría de la familia, siempre te recibe con los brazos abiertos en su pequeño, en realidad no tan pequeño, círculo. Le gusta disfrutar de su intimidad. Mi tío la adora desde que eran novios y, por supuesto, sus hijas y sus nietos, también lo hacen. Saben que siempre pueden contar con ella. Esther la quería con locura, al igual que ella a la chiquilla.

¡FELIZ CUMPLEAÑOS TITA!

jueves, 25 de octubre de 2012

Cuarrécano

Cutting the Pumpkin Franck-Antoine Bail

El cuarrécano es un tipo de calabaza alargada, buena para freír. En la provincia de Jaén el término hace referencia a un guiso especiado de esta hortaliza, típico de la zona. El resultado es un plato muy cremoso, que se consigue tras pochar la calabaza en abundante aceite de oliva, y también un poco picante, lo que contrasta con la suavidad de su textura y su sabor dulzón. Se puede tomar de aperitivo, a cucharadas (mi método favorito de consumo), sobre tostas de pan o haciendo compañía a unos huevos o a cualquier otra cosa, pasta, arroz, etc, porque está tan rico que va bien con casi todo. Por la zona de Cazorla hay sitios que se come con morcilla o chorizo, aunque creo que eso lo convierte en algo demasiado contundente, claro que es zona de sierra y un plato fuerte resulta apetecible. Sólo, acompañado, o de cualquier manera es delicioso. A House le encanta desde que lo probó, y eso que no le gustaba la calabaza. La tita Carmen lo sabe y, siempre que lo prepara, congela una parte especialmente para él. Les encanta cuidar del pobre sobrino que trabaja tanto.

Mi amiga bibliotecaria me trajo de sus vacaciones una calabaza de huerta. Era, en pasado porque ya no existe, una calabaza preciosa, digna de se transformada en la carroza de Cenicienta. La estuve admirando unos días en la cocina antes de hacer magia con ella, diferente a la del hada madrina del cuento, y tras unos pases de espátula y sin necesidad de "Bidibibadidí bu", convertirla en este guiso. Lo más complicado de toda la preparación es pelarla, porque la piel es bastante dura. Para eso sí que me habría venido bien una varita mágica. Dado que carecía de de ese instrumento tuve que buscar un modo de facilitar esa tarea. La metí en el horno a 200º y la tuve allí durante 20 minutos (podría haber estado más pero me dio miedo pasarme, no pretendía asarla sino ablandarla externamente). El interior no se coció pero pude partirla sin dejarme los músculos en el intento y sin cortarme con resbaladizos cuchillos. Inicialmente traté de limitarme a vaciarla para preservar su bonita forma pero me fue imposible y, finalmente, la tuve que hacer trizas para sacarle toda la carne. Guardé las semillas para tostárselas a House, que le encantan, y metí los trozos, uno a uno, en la mandolina eléctrica que me compre en el Factory (y que permite rallar, laminar, etc a toda velocidad y sin ningún esfuerzo). Obtuve dos ensaladeras, hondas y grandes, de láminas de calabaza cortada. La poché lentamente en la sartén junto con las guindillas y las especias hasta que se deshizo. El cremoso resultado final ocupaba tan sólo 3 tuppers de esos cilíndricos de comida china a domicilio.

Pongo la receta de Canena, que puede presentar variaciones con otras zonas de la provincia. Con esta receta la dulzura queda perfectamente equilibrada con las especias. El único inconveniente es que, una vez que empiezas, es difícil parar y el empacho puede resultar algo indigesto. No obstante es uno de esos platos por los que merece la pena sufrir un poco de indigestión. No necesito decir que, para mi gusto, el que hace la tita Carmen es el mejor.

CUARRÉCANO

INGREDIENTES
Una calabaza mediana (reduce muchísimo y, aunque al cortarla parezca que hay una barbaridad, tras cocinarla y convertirla en algo delicioso se queda en casi nada).
Abundante aceite de oliva virgen extra (como si se fuesen a freír las patatas de una tortilla), por supuesto jienense.
Un par de dientes de ajo cortados en láminas.
Una guindilla picada (o un par de guindillitas de cayena enteras).
Comino molido (una o dos cucharadas grandes como mínimo, tiene que notarse el sabor a comino que es el que convierte en algo sabroso a la dulzona calabaza. Resulta mucho más aromático si se muele en el momento. Hay que ponerlo desde el principio y luego probar y rectificar, al gusto, casi al final, cuando ya haya reducido). Hay zonas en el que se sustituye por un poco de orégano, o simplemente se le añade también esta hierba.
Sal (con el mismo cuidado que para las patatas de tortilla, que al reducir puede terminar más salado que lo que debiera)

Elaboración
Cortar la calabaza en láminas, algo más gruesas que si fuesen para tortilla de patata.
Calentar el aceite, freír ligeramente los ajos y la guindilla antes de añadir la calabaza.
Dejar pochar para que se ablande poco a poco. Remover con frecuencia.
Añadir los cominos molidos y la sal. Mantener en el fuego unos minutos más hasta que las especias estén bien incorporadas. Suele ser aconsejable retirar la guindilla (si se encuentra, lo que requiere un minucioso trabajo de investigación) antes de comer. A mí no me importa demasiado encontrármela, y quemarme un poco la boca con el intenso picante, pero no todo el mundo es fanático del picante y disfruta al morder accidentalmente uno de esos pimientos.

Según el gusto personal de cada uno se le puede añadir más guindilla, ajo o comino. Admite incluso un chorrito de vinagre de jerez, al igual que las patatas "a lo pobre". Otras alternativas de la provincia llevan orégano y/o pimentón en sustitución del comino, e incluso se puede poner un toque extra de canela (yo lo hice y me encantó).

miércoles, 24 de octubre de 2012

Nostalgia de infancia


El blog está lleno de recuerdos de infancia. ¿Es un reflejo de añoranza por el pasado? ¿una muestra de que no sé vivir y disfrutar el presente? Seguramente haya algo de lo primero y espero que no mucho de lo segundo. Me gustan todos los momentos, presente, pasado y futuro. El futuro es un proyecto lleno de sueños, el presente es efímero y el pasado está lleno de recuerdos, muchos de ellos irrecuperables. Convertirlos en algo imborrable, traer al presente, aunque sea a través de las palabras, aquellos momentos, consigue hacer revivir de nuevo a sus protagonistas.

Mi añoranza no es por el pasado sino por las personas que formaban parte de él y cuya influencia me ha convertido en lo que soy. En ese sentido siempre vivirán dentro de mí, aunque no pueda cogerles la mano, sentir su piel fresca y suave al besarlas ni oir sus voces salvo en el eco de mi memoria. Es ese eco el que escucho con mayor intensidad al escribir sobre entonces. Crece dentro de mí el pedazo que dejaron en mi interior: la bondad y el sentido de la justicia de mis abuelos, el respeto, la inquietud, la entereza y su enorme presencia que bastaba para llenar el gran salón, la inteligencia, el afán de superación y la discreción de ambos, la generosidad de todos, el ángel de la Baronesa que nos tenía conquistados con su gracia, su ironía y su encanto, la entrega y el inagotable cariño de unos, la vitalidad y el optimismo de mi otros, la lucha por los sueños, la capacidad de disfrutar, de no rendirse ni venirse nunca abajo. Son valores que tengo presentes, que deseo imitar, aunque no siempre tenga éxito o me flaquee la voluntad. Sin embargo, a pesar de los recuerdos, añoro a las personas que me los enseñaron simplemente con su ejemplo.

viernes, 19 de octubre de 2012

Higos, higueras y brevas

2The Pirate Ship"  Donna Green

La higuera es un árbol muy prolífico, no recuerdo un momento de la granja en el que no hubiese higos o brevas en la casa. Aquella higuera estaba todo el año en temporada. No sólo eso, sino que, además, resultaba uno de mis mejores refugios, aunque tenía el inconveniente de que la tranquilidad duraba poco. Era un árbol relativamente cómodo, de ahí su popularidad para los juegos, con ramas muy bajas, casi horizontales, por las que trepábamos a modo de escalera, para luego instalarnos en ellas. Nunca se aplicó más literalmente el dicho de "estar en la higuera".  Por desgracia, las estancias en solitario solían ser breves ya que la lectura no tardaba en verse interrumpida cuando mi privilegiada posición era asediada en tropel por el resto de mis escandalosos primos.

A mi abuelo no le gustaba demasiado que nos subiésemos a aquel árbol, no fuésemos a dañar sus estupendos frutos (lo que nunca sucedió, además de prolífica la higuera era extremadamente resistente). Sin embargo no nos ponía demasiados problemas con los naranjos, que estaban justo al lado y, aunque también los utilizábamos como refugio, eran bastante más incómodos. Sólo uno de ellos tenía una horquilla abierta y amplia en la bifurcación de su tronco. Era el más cómodo y el preferido por todos. Lógicamente, conquistarlo para hacerse con él como "casa" podía generar auténticas batallas entre los distintos bandos. Supongo que el motivo de su permiso era porque el abuelo consideraba su ácida fruta como incomestible, pero la higuera era otro cantar.

Tengo un paciente que todos los años me visita por estas fechas. Viene cargado con una enorme bolsa de castañas y con otra igual de grande de higos, secos o frescos, según estén en ese momento. Al verle siempre me acuerdo de los buenos momentos en la higuera de la granja y en mi abuelo entrando en la cocina con un cubo grande de metal en cada mano, repletos de higos o de brevas. Esta receta es un homenaje a mi paciente, a mi abuelo y a aquella higuera.


BIZCOCHO DE HIGOS CON SOPA DE CHOCOLATE, QUESO CREMOSO E HIGOS FRESCOS

Bizcocho de higos
Ingredientes (4 personas)
4 yemas
2 claras a punto de nieve
100 gr de aceite de oliva suave o desahumado
200 gr de azúcar moreno
50 gr de queso cremoso
Un chorrito de nata
100 gr higos pasos
250 gr harina
10 gr levadura
1/4 l de mosto de uva

Elaboración
Emulsionar y montar las yemas con el aceite, mezclar con los higos machacados en mosto, las claras y el azúcar.
Diluir el queso con un chorrito de nata e incorporar lentamente junto con la harina y la levadura.
Cocer en horno precalentado (180ºC) en molde, de 20 a 30 min.

Sopa de chocolate
Ingredientes
100 gr chocolate 70% cacao
Licor de higos
Mosto de uvas

Derretir el chocolate con un chorrito de mosto y unas gotas de licor de uvas. Reservar.

Crema de queso
Mezclar 50 gr de queso cremoso con 50 gr de nata montada y azucarada.

Montaje
Desmoldar los bizcochos y colocarlos sobre la sopa de chocolate. Cubrir con una cucharada de crema de queso y colocar unos higos frescos y abiertos sobre los bizcochos.

lunes, 8 de octubre de 2012

Mayores y medianos

"Keats" Joe Bowler

Hermanísima siempre se quejaba de "todo lo que le tocaba padecer por ser la mediana", empero yo siempre he pensado que sería estupendo tener un hermano mayor. Mis hermanos pequeños me resultaban demasiado infantiles y no compartía con ellos el gusto por el tipo de juegos con los que se entretenían habitualmente. Tampoco comprendía el cómo hermanísima reincidía una y otra vez en los mismos errores al juntarse con el hermano y no se daba cuenta de que sus roces acababan indefectiblemente en pelea. De hecho, en muchos momentos llegué a estar un pelín harta de que, sin comerlo ni beberlo, me tocase en suerte el tener que salir en defensa de la sufrida y frágil "mediana" cuando las cosas se ponían feas. Su estrategia ante los conflictos violentos consistía en buscar refugio en nuestra habitación y, una vez a salvo, recurrir a mí (y a mi fuerza) para que me ocupase del trabajo sucio de pelearme con el hermano. Casi siempre terminaban como el rosario de la aurora. Si no era culpa de uno, lo era de la otra. El caso es que los dos eran unos ases en el arte de chincharse mutuamente. A hermanísima le encantaba organizar la vida de todo el mundo, aunque no siempre le acompañaba el éxito en sus disposiciones, y el hermano odiaba perder, situación que se repetía con más frecuencia de la que deseaba. Esto último tenía una explicación lógica: fue el pequeño durante sus primeros 6 años de vida, hasta la aparición de hermanita en escena, y la experiencia es un plus a la hora de jugar.

No mejoraron las cosas con el cambio de roles tras la llegada de hermanita, y aunque en su nuevo estatus de mediano perdió algunos privilegios, no por eso participaba de las desgraciadas circunstancias que marcaban la trágica vida de "hermanísima la fantástica". La nueva pequeña se convirtió rápidamente en víctima voluntaria de sus juegos. La diferencia de edad no consiguió que la chiquilla se comportase de manera dócil y complaciente, sino más bien al contrario. Desde el principio hizo gala de su carácter, firme y reivindicativo, y, nuevamente, me vi obligada a ejercer de "abogado de pleitos pobres". El caso es que, sin tener nada que ver en la génesis del conflicto, inevitablemente acababa inmersa en el fragor de la batalla, con nombramiento de capitana (era el único momento en que no había voluntarias para tomar el mando) y frecuentemente única adalid del bando femenino.  ¿Por qué lo hacía? Supongo que porque compartía el cuarto con hermanísima y debía evitar la invasión de mi territorio por el hermano: cuanto antes lo echase de allí, antes podía volver a mi libro, aunque fuese con algún moratón, a modo de condecoración, en la espinilla. Mientras yo luchaba en el frente, las dos culpables o desertaban del ejército o se mantenían a distancia en la retaguardia.


Suponía que un hermano mayor, simplemente por el hecho de ser más maduro, no se vería implicado en ese tipo de estupideces infantiles y compartiría más gustos conmigo. Habría leído más que yo y me pasaría sus libros para que los comentásemos. Sería tranquilo, no buscaría líos y dejaría a los demás en paz. Durante mi adolescencia incluso llegué a pensar lo bien que me habría venido que hubiese sido varón para entender mejor a los hombres (¡pobre ilusa!). Ahora sé que seguramente mi hermano soñado no habría cubierto mis expectativas, incluso aunque me hubiese sacado bastantes años. Habría necesitado un gemelo de personalidad casi idéntica, no un hermano mayor, y no sé si el resto de la familia habría resistido un par de grumpys simultáneos. Es muy posible que ni yo misma soportase a mi doble. También es cierto que, a poco que aquella idealización que me había creado se pareciese a mí, lo más probable es que no me hubiese hecho ni el más mínimo caso y, al igual que yo misma, hubiese ido a lo suyo sin preocuparse para nada de su desgraciada hermana "mediana".

Eso sí, la que habría salido más perjudicada, como siempre, habría sido hermanísima, que se habría encontrado conviviendo con un par de marcianos semiautistas y consanguíneos. Por si eso no bastase, en el colegio le habría tocado pasar por los profesores después de no uno, sino dos hermanos mayores tragalibros. Sin duda la pobrecilla habría salido terriblemente traumatizada tras la horrible experiencia. Claro que dado el carácter abierto y extrovertido de mis hermanos, un hermano mayor posiblemente se habría parecido más a ellos que a mí, y yo hubiese seguido siendo la rarita huraña de la familia. No todo eran desventajas, al menos no daba mucha guerra detrás de mis libros, tan sólo cuando me veía forzosamente alistada a la lucha por el resto de la jauría. Pese a que hermanísima siempre afirmaba lo duro que era ser la mediana, me pregunto qué habría opinado de haber sido la mayor.