sábado, 20 de agosto de 2011

"Cuento de Esther" para Sole

"Niña con paloma" Picasso
Hace no mucho tiempo, en una ciudad cálida y rodeada de olivos, existió una niña muy especial de nombre Esther. Era una pequeña alegre y cariñosa que además, soñaba con convertirse algún día en hada porque, al igual que los seres mágicos, Esther flotaba.

Sole, su madre, sabía que las hadas no pueden vivir mucho tiempo en el mundo de los humanos. Para que Esther pareciese una niña más, le confeccionó unos zapatos especiales, más pesados y con las suelas impregnadas de un potente pegamento que la sujetaban al suelo. Esther sabía que para permanecer con su “mami” no podía dejarse llevar por su deseo de flotar. Por mucho que lo ansiara, debía evitarlo o resultaría imposible que siguieran juntas ya que su madre sería incapaz de acompañarla en su ascenso. Uno de los peores inconvenientes de estar amarrada al mundo estribaba en que arrastrar esos zapatos, resultaba muy cansado y, en ocasiones, terminaba tan agotada que a duras penas conseguía controlar su don. En esos momentos, los objetos a su alrededor se contagiaban por el influjo de su aura y escapaban de su emplazamiento para volar a la deriva, a través de la habitación lo que, inevitablemente, generaba algún que otro percance.

 Sole era consciente de los esfuerzos de su hija por someterse a la fuerza de la gravedad. Preocupada, estudiaba cualquier opción en busca de una solución. Así supo de un mundo mágico donde los cuentos se hacían realidad y en el cual el aire era tan especial que todos los niños podían flotar en él. Incluso los adultos revivían en aquel lugar la magia de su infancia. Los humanos se disolvían si permanecían demasiado tiempo en aquel ambiente aunque, si así lo solicitaban, se les concedía el privilegio de visitarlo por cortos periodos. Sole decidió llevar allí a la niña. La pequeña se adaptó sin problemas a aquel entorno: disfrutó de la libertad de soltar ¡al fin! el lastre de sus zapatos, así como del descanso resultante de volar y mecerse, ligera, entre ráfagas de aire. Recuperó las fuerzas y Sole la tranquilidad. Fueron días alegres, de momentos encantados, juegos y risas. Antes de regresar a casa, solicitaron ayuda a las hadas para mitigar la fatiga de la chiquilla. Estas les tejieron unas pulseras mágicas, como las que ellas mismas utilizaban cuando visitaban el mundo humano y que permitirían que la pequeña se mantuviese pegada al suelo con más facilidad, sin resentirse tanto por el esfuerzo. Pero también les dijeron que cuando Esther cumpliese 13 años, un número mágico crucial, sus poderes aumentarían y los brazaletes dejarían de hacer efecto; no podrían vencer la magia de la joven.

El retorno a la rutina fue duro. Pese a la ayuda de las hadas, dominar aquel don resultaba agotador: la constante sensación de peso, que la hacía sentirse continuamente aplastada contra el suelo, empeoraba según transcurrían los días. Siempre que les era posible, madre e hija escapaban al mundo mágico y, en él, recobraban las fuerzas perdidas. Allí, Sole podía despreocuparse mientras Esther volaba feliz. En cada nuevo viaje, la niña se parecía más a las hadas. Estas, les enseñaron a tejer las pulseras mágicas y, a la pequeña le encantaba combinar los abalorios de distintos colores para realizar originales diseños.


Esther fue creciendo. Cumplió la inquietante edad de 13 años. Su propia magia se hizo más intensa y, según habían vaticinado las hadas, su facultad de volar se volvió casi imposible de reprimir. A pesar de adornarse ambas muñecas con pulseras e incluso engalanar con ellas los tobillos, se despegaba del suelo. Elaboró además delicadas sortijas y coloridos pendientes engarzando las cuentas mágicas entre hilos de plata. Se cubrió con todas las alhajas al mismo tiempo y llegó incluso a recamar su ropa, en un intento infructuoso de resistir la inercia que la arrastraba hacia las nubes. Tuvo que recurrir de nuevo a los pesados zapatos, ¡tan cansados!. La joven sufría, le resultaba hasta doloroso el mantenerse pegada a la tierra. Sentía crecer por momentos aquel ansia de dejarse llevar por el impulso natural de flotar. Anhelaba relajarse y descansar y, aunque fuese tan sólo por un instante, liberarse de ese lastre abrumador que la aprisionaba. Por otro lado, al mirar a su madre, se resistía a abandonarse y sacaba fuerzas con las que sobrellevar su carga. Sole tampoco cesaba en sus pesquisas: ensayaba nuevos remedios para aliviarla y conseguir así retener consigo a su hija. Cualquier mínimo logro se revelaba cada vez más difícil y agotador. Aún así, ambas evitaban darse por vencidas.

"Snowdrop fairy" Cicely Marie Barker
 Un día las fuerzas de Esther se acabaron. Se había transformado en hada. El mundo humano no era para ella, le dolía. Había llegado el momento de volar, perseguir la magia y los sueños, formar parte de ellos. Para Sole era muy pronto. Para Esther también. Sin embargo, al empezar a flotar, a pesar de la separación, el peso se alivió, se notó ligera, sin cansancio, feliz. Se dejó llevar, libre, tranquila. El mundo de las hadas la acogió en su seno y colmó de magia su cuerpo debilitado. Radiante, la joven se prometió que ahora sería ella la que cuidaría de su mami.

domingo, 7 de agosto de 2011

Barbacoas familiares

Las últimas celebraciones familiares han recaído sobre los hombros de mi hermano. Esto se debe al hecho de que su casa dispone de una hermosísima terraza en la que tuvo la brillante idea, al menos para los demás, de instalar una barbacoa. Gracias a ella ha conseguido que, ante cualquier ocasión, todos nos acoplemos allí sin muchos miramientos.  Las excusas que le vendemos son variadas: cumpleaños y santos por descontado (que hay que celebrarlo todo), el que haya venido alguien de la familia a pasar unos días (lo que no es infrecuente ya que, para ser una familia de gitanos sólo nos falta la raza, que el nomadismo, los vínculos hasta con primos terceros, y aún más remotos si se tercia, y el número ya los tenemos) o, simplemente,  nos juntamos porque hace bueno.

El factor meteorológico influye pero sólo en el caso de que caigan chuzos de punta, de otro modo, se considera adecuado para barbacoa. Incluso someterse al riesgo de insolación es aceptable. Tengo clarísimo que mi hermano tiene una resistencia al calor suficiente como para sobrevivir a una erupción volcánica: más de 40 grados a la sombra (y muchas veces ésta apenas está presente en su terraza) y ahí está él, al pie del cañón, en este caso la parrilla, avivando el fuego y vigilando que todo quede perfecto (cosa que consigue). Otro rasgo de la familia es el buen diente del que gozamos, siempre y cuando lo servido tenga calidad. Se puede decir que somos los invitados ideales: exigentes, gourmets y tragones. También hay que reconocer que mi hermano ha conseguido llevar el papel de anfitrión a límites con los que resulta difícil competir. Creo que incluso disfruta con ello.

Ayer, con el cumpleaños de mi hermana y el reciente santo del dueño de la terraza hace unos días, había doble motivo para la barbacoa, así que allí estuvimos. Ni que decir que fue un rotundo éxito del que no quedó ni rastro de las viandas que se llevaron: más de 5 kg de carne, 2 bandejas de chorizos, ensaladas para ayudar a bajarlo todo (incluso la ensaladilla rusa con su patata y mayonesa entra en esta categoría), unos quesos variados que habíamos traído de Suiza, tartas de cumpleaños (chocolate y zanahoria) y un surtido de chocolates suizos (tableta, trufas y avellanas recubiertas de caramelo y chocolate negro) para picar en la sobremesa, por si a alguien aún le quedaba algún hueco que rellenar en el estómago. Por supuesto, todo se despachó a su ritmo: llegamos antes de las 15h y nos fuimos después de las 20h.

Tampoco faltó la conversación, o conversaciones que, desde bien bebés soltamos la lengua con fluidez (mi hermana pequeña apuntó maneras desde los pocos meses de edad, cuando sus primeras palabras fueron: ¡calla, calla, calla!,  pensaba que el ser la última en llegar le daba derecho a tener la última palabra, aunque esa posición, con los años, ha descubierto que está muy reñida. Tampoco es que importe, porque luego cada uno hace lo que le peta y "aquí paz y después gloria" como dice el refrán). Es también cierto que nuestra locuacidad deriva con frecuencia en que las conversaciones no sean muy participativas, sino más bien del tipo monólogo, con todos y cada uno de nosotros contando el suyo al mismo tiempo. ¿Quién "se supone" que escucha? Eso no admite dudas: los cuñados (y el resto de la familia política en las celebraciones a las que asisten). En realidad, tan sólo lo suele hacer esta última que, cosa extraña, pese a la aturdidora verborrea a la que se ven sometidos, nunca han buscado excusas para eludir nuestras invitaciones. Lo que son los cuñados en sí, ya están escarmentados y, saben que les basta con poner cara de interés mientras hacen oídos sordos. Seguir todo lo que se dice es imposible, quemaría los circuitos de cualquier computador. Tampoco importa, no damos ninguna clave para resolver los problemas del mundo y, además, se puede contar con que el relato de las anécdotas se repetirá, con regularidad, en un futuro próximo (a veces sólo precisa unos minutos hasta encontrar un interlocutor desprevenido al que abordar) y, si encima es gracioso o jugoso, la historia será aprovechada hasta la saciedad y, con alguna pequeña exageración propia de nuestra sangre andaluza, alcanzará la posteridad.