Baby hugging bunny- Diana Evans |
Cuando me tocó la fase de terrores nocturnos, recuerdo levantarme una noche toda esperanzada con la idea de refugiarme bajo la protección de mis progenitores. Les expliqué mi sueño: mi cama flotaba en medio del universo mientras viajaba entre "estrellitas" que subían y bajaban a mi alrededor a gran velocidad. Las veía tanto con los ojos abiertos como cerrados. No les debió de parecer un sueño los suficientemente aterrador y me enviaron de vuelta a mi dormitorio con la recomendación de que me protegiese hermanísima, que contaba con un año de edad y roncaba feliz y tranquila en su cuna, al lado de mi cama. El universo se transformó momentáneamente en un océano, con la sensación de estar sumergida entre extrañas ballenas y aún más extraños tiburones y monstruos marinos. Aquel mar me asustó mucho menos que la idea de errar perdida en el universo. Hermanísima seguía felizmente dormida entre los peces, por lo que no supuso un gran apoyo. El sueño de las estrellitas fue mi pesadilla recurrente durante la infancia. Descubrí que si agarraba mi osa rosa de peluche, me tranquilizaba.
En aquella casa teníamos una vecina un par de años mayor y que, a esa tierna edad, me parecía toda una adulta. Vivía un par de pisos por debajo del nuestro y en un cumpleaños le regalaron un tocadiscos, de color amarillo que me impresionó cuando nos lo enseñó. Es otro de esos retazos que conforman mi memoria de esa época, supongo que porque me pareció un regalo de "mayor".
Había una farmacia en nuestra calle, con una cruz verde que me llamaba la atención. Me fijé por primera vez en ella una tarde de verano, mientras paseábamos. Yo llevaba puesto un mono sin mangas y de pantalón corto, de una tela como de toalla, fina y aterciopelada, con una cremallera de metal en la parte delantera con una arandela para subirla y bajarla. Me encantaba aquel mono, era comodísimo y, en mi opinión, su precioso color azul-verdoso aguamarina, que vuelve a llevarse esta temporada, me parecía de lo más favorecedor. Me sentía feliz vestida con él.
No se me olvida el miedo que pasé el día que me pusieron la vacuna de la viruela. Nos llevó mi padre, así que pensé que debía de tratarse de algo importante. Iba de su mano y casi volaba sobre el suelo. Mi progenitor siempre ha caminado a buen ritmo y, el tener agarrado a un chiquillo, lo único que suponía es que el niño tenía que correr. Cuando llegamos allí oí como un crío daba alaridos detrás de la puerta cerrada. Lógicamente, el sonido me tranquilizó mucho, no obstante, la figura paterna me imponía demasiado como para atreverme a emitir ni media queja. Entré a continuación, sin aliento tras la carrera y temblando de la cabeza a los pies. Vi cómo pasaban sobre una llama azul una gran aguja, larga y negra. Me la acercaron. Pensé que me quemaría pero la mirada de mi padre bastó para que no me moviese. Me rasparon con ella la piel, aunque no lo asocio con ningún tipo de dolor. No sé si el miedo me tenía paralizada e insensibilizada. A partir de ahí se terminan las imágenes y el nudo del estómago.
"Snow White" Gustav Tenggren |