domingo, 30 de diciembre de 2012

Recuerdos

Vladimir Volegov
Hay momentos en los que te asaltan los recuerdos. Son instantes dulces, en los que se regresa a un lugar lejano en el tiempo o en el espacio, o se revive algún episodio del que forma parte algún ser querido. Son vívidos bucles del pasado, recreado hasta en sus más mínimos detalles y sensaciones. Ilustran la frase de que nadie muere en realidad mientras aún viva en la memoria de otro. Sorprenden por su carácter fortuito y su intensidad. Se acompañan de la emoción de refrescar aquella vivencia, de recuperar el contacto perdido. Son siempre demasiado breves y dejan tras de sí un poso de nostalgia.

Al escribir se traen al presente multitud de esos maravillosos recuerdos, y en ocasiones estos dan la entrada a una riada de memorias que arrastran a otras que, de otro modo, puede que hubiesen permanecido atesoradas en  algún rincón de la mente, sin ver la luz en ese momento o que incluso no llegasen nunca a reaparecer. Resulta reconfortante y se podría caer en la tentación de vivir en el pasado. En realidad sucede lo contrario. El presente se mira con otros ojos, se presta atención a los detalles, se guardan, y hasta se apuntan mentalmente. Se intenta captar la esencia de cada cosa, lo verdaderamente importante. Luego todo se estudia, se procesa y se analiza dentro de cada persona y cada contexto. El tiempo es efímero pero la memoria no. Atesorar los instantes más conmovedores produce una extraña y alegre felicidad.

Al atrapar de nuevo una memoria entrañable, se agarra para no volverla a soltar. Cualquier distracción puede provocar que ese momento se esfume y se pierda de nuevo entre los remolinos de la mente. En ocasiones esto sucede de manera inconsciente, pero ese frágil recuerdo que ha surgido en un determinado momento, queda en la superficie y reaparece de forma inesperada. En esta segunda aparición se aferra con uñas y dientes, se graba en tinta y se comparte. Esas historias memorables se completarán con la visión de otros y pasarán a formar parte indivisible de la intimidad de la familia.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Temperatura psicológica

"Below zero" Robert Hilbert

Mientras en Linares todos nos agazapábamos alrededor de la chimenea del salón, mi tío Pepe se paseaba en mangas de camisa y nos aseguraba, con gran convicción en su voz, que el "frío era algo psicológico". Sin embargo, al alejarnos del fuego para ir al baño, sentíamos que nuestra psique no estaba preparada para enfrentarse a las corrientes de aire y corríamos escaleras arriba con la doble finalidad de entrar en calor y de pasar el mínimo tiempo posible alejados de cualquier fuente de calor. En ocasiones, alguno de los mayores, tras ducharse, se dejaba allí abandonada la pequeña y buscadísima estufa, sobre la que no se podían dejar los calcetines para quitarles la capa de escarcha nocturna porque, aunque lo que se dice calentar, calentaba poco, lo que era carbonizar lo lograba en apenas una fracción de segundo. Si al llegar sin resuello nos encontrábamos con ese preciado objeto, nos apresurábamos a enchufarlo, nos quedábamos a su lado mientras contemplábamos impacientes cómo la resistencia se encendía al rojo y en ese excepcional calorcillo aprovechábamos para entretenernos con algún tipo de ablución. Pese a disponer de estufa esa actividad también requería armarse de valor, supongo que se puede considerar que esa es una cualidad que entra dentro de la categoría de psicológica. Los grifos del agua caliente y de la fría eran individuales lo que convertía la acción de lavarse las manos en algo similar a escaldarlas (nadie era tan valiente como para arriesgarse a sufrir los efectos del Raynoud tras congelarse los dedos bajo el chorrito de hielo recién fundido que corría por las cañerías de la fría). El ver aquella estufa tenía un innegable efecto positivo en nuestra mente y nos bastaba con sentir su calor en los pies, nunca pasaba de ahí, para pensar en enfrentarnos a la desnudez que obligaba un aseo completo.

Por la noche, la psicología nos abandonada, supongo que rendida al cansancio. Para meternos en las heladas camas del piso de arriba, recurríamos a todo lo físico y térmico que se nos ocurría. Así, armados de calcetines de lana, pijamas de felpa, por desgracia sin manoplas ni capucha, y también sin que nos hubiese correspondido en suerte ninguna de las contadas bolsas de agua caliente, nos introducíamos entre las sabanas. La tiritona que se desencadenaba tras esta maniobra no contribuía a que comulgásemos con la sabiduría de mi tío. Eso sí, una vez lográbamos conciliar el sueño, no nos volvíamos a acordar de que nos encontrábamos en una habitación válida para conservar alimentos, claro que tampoco percibíamos el vaho de nuestras respiraciones al exhalar debajo de las mantas. Es posible que inducir el sueño por medio de hipnosis sea una buena psicoterapia para resistir el frío, de hecho los osos, en un alarde de inteligencia práctica, se aplican el cuento e hibernan. La ventaja de ese comportamiento es que ningún animal habría podido atacarnos en el piso de arriba de la granja, al verse allí se habría quedado dormido hasta la primavera para sobrevivir.

Heart of Snow por Edward Robert Hughes
A la vista de este tipo de influencia del ritmo sueño-vigilia sobre la aclimatación, a lo mejor sí que debo darle la razón a mi tío. El principal argumento a su favor es que el frío es una sensación, sin embargo es rebatible con el razonamiento de que no sucede lo mismo con la temperatura, que es objetivable (por distintas escalas). Sin embargo, en función de los hábitos de vida de cada uno, la actitud ante la temperatura exterior es más que variable. Un andaluz a 30º se alegrará de que al fin haya refrescado, un islandés encenderá el aire acondicionado del coche a los 15º y un madrileño, en esos mismos niveles del termómetro, se preguntará a qué esperan en la comunidad de propietarios para poner la calefacción.

En nuestras vacaciones en Estocolmo, al que llegamos un veraniego, cálido y soleado 13 de Septiembre, nos aseguraron que el 14 era el día en el que el tiempo viraba. El sutil cambio sólo supuso un derrumbe de las temperaturas de unos 25º, al que se asoció una gélida galerna polar en toda su crudeza y que convirtió la temperatura de 10º en una sensación térmica de -5ºC (claro que, como cualquier sensación, era puramente psicológica). Recuerdo que aquella mañana dimos un paseo por el centro de Estocolmo, aunque debo confesar que he olvidado lo que vimos (mis neuronas congeladas no podían fijarse en nada, las sinapsis tiritaban y no lograban conectarse mientras mi hipocampo se esforzaba, sin éxito, por barrer de mi memoria cualquier rastro de aquella experiencia, aunque sólo consiguió borrar el paseo, que no el frío). Sé que había casas de color marrón, una valla negra, jardines con árboles y una acera de color gris por la que avanzaban mis pies, que eran casi lo único que veía, mientras caminaba sobre ella, embozada y encogida, en un intento vano de protegerme de las ráfagas de la "fresca brisa". Me gusta pasear por las ciudades, patearlas a fondo, calle a calle, sin embargo en este caso sólo pensaba en llegar a un lugar con techo y cuatro paredes, sin importarme en absoluto el trayecto hasta él. Lo único que deseaba era que fuese lo más corto posible. No sé cómo iban vestidos los suecos, sólo sé que lo que yo llevaba puesto (chaqueta de piel con un grueso forro polar por debajo) no era ni remotamente suficiente.

Poco después de aquello leí un artículo de Rosa Montero sobre su visita a Alaska. Aunque algo más agreste que Estocolmo, su impresión fue similar: 10º, viento helado y aire acondicionado encendido en las cafeterías, ante el que se preguntaba que a quién se le había ocurrido siquiera instalarlo. Mientras los habitantes locales sudaban en camiseta, los psicológicamente frioleros manifestamos nuestra dolencia con escalofríos, castañeteo dental y piel de gallina desplumada.

Aunque la psicoterapia sea el remedio definitivo para el frío, de momento prefiero probar su eficacia previamente pertrechada de un buen abrigo, una bufanda, unos guantes y un bonito gorro que mantenga mis ideas y mis orejas bien calientes.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

El botiquín de la granja


Si a alguien le sorprende el hecho de que en nuestras aventuras ninguno de los primos terminase con los huesos rotos, la respuesta es simple: ¿quién ha dicho que no nos rompiésemos nada? Sole, que se las apañaba para estar en medio de cualquier "fregaó" con riesgo para la integridad física, era cliente asidua a la casa de socorro y las escayolas casi formaban parte de su atuendo habitual. El resto teníamos unos ángeles de la guardia más competentes que el suyo, o simplemente puede ser que el de mi inquieta prima, agotado, hubiese presentado su dimisión hacía tiempo y ningún otro se hubiese presentado voluntario para relevarle en sus funciones. Los golpes de los más pequeños se arreglaban con un sana curiana y un beso de su madre. Tras un par de mimos, regresaban a la zona de guerra con ímpetu renovado. Para los chichones el remedio era poner un paño con aceite sobre la zona. Había que tener cuidado al solicitar atención para un golpe, no se podían dar demasiadas explicaciones al respecto de cómo se había producido, so riesgo de incurrir en un castigo. Antes de acudir en busca de asistencia, convenía esperar a que cediese la primera reacción ante el trauma. Si se presentaba uno ante los mayores con aspecto pálido y lamentable podía verse obligado a permanecer en reposo. Aunque de entrada esa medida pueda no parecer algo demasiado horrible, sí que lo era cuando, una vez recuperado, uno debía limitarse a ser testigo desde la ventana del salón, y sin permiso para ser otra cosa que testigo, de como el resto continuaba con sus juegos, a muerte, en su ausencia. Aquel tipo de convalecencia era temida, y evitada, a partes iguales por niños y adultos que, de sólo pensar en tener a uno de nosotros toda la tarde metido en la casa mientras el resto pasaba a visitarle con asiduidad, daban el alta al paciente apenas empezaba a recuperar "la color". 

Por regla general, la mayor parte de las veces, nuestros accidentes se limitaban a una serie de rasguños que mi abuela nos lavaba con un chorro de agua oxigenada para rematar la cura con una buena rociada de Novecután. Aquel producto era imprescindible en su botiquín. Servía para cortes, arañazos, raspones, e incluso para aliviar la irritación de las ortigas. Después he descubierto que no es más que pegamento pero el caso es que, con nosotros, eso de fijarnos bien la porquería con el spray funcionaba divinamente. O todos gozábamos de una más que envidiable encarnadura, o la tierra de la granja tenía propiedades medicinales, cosa que no me extrañaría. A fin de cuentas, su barro, además de formar parte ocasional de nuestra dieta, bien revuelto con huevos robados a mi abuelo, aliñados con yeso, vitaminas de conejos, pan de los cerdos y pimentón de ladrillos, también servía para calmar las picaduras de las avispas.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Frutales


Salvo los naranjos y la higuera, el resto de los árboles, de ramas poco accesibles entre otros inconvenientes, nunca fueron considerados por la chiquillería como refugio de juegos. Tampoco podían ser empleados como escondite de ratones de biblioteca, porque ni siquiera la mayor de las abstracciones conseguía soslayar su incómoda naturaleza.

Los perales, además de tener unas copas bastante cerradas, eran el lugar preferido por mi hermano y sus secuaces para hacer su agosto con la caza de las avispas. A cinco duros que pagaba mi abuelo por cada cien de aquellos bichos, estaba claro el elevado riesgo que se corría de recibir la dolorosa picadura de uno de aquellos insectos. Otra posibilidad era que a mi panda de primos, capitaneada por el hermano, se les ocurriese hacer de una su presa, con la idea de conseguir de ese modo una recompensa más sustanciosa, a fin de cuentas la víctima era mucho más grande que una colmena llena de avispas. Esa opción me apetecía incluso menos que la de que me clavasen un aguijón.


"Canning Pears"
Timothy C Tyler
Aquellos perales presentaban la enorme ventaja, al menos con respecto a los naranjos, que su fruta, lejos de ser amarga como en aquellos, era increíblemente sabrosa y muy dulce. Recuerdo tomar aquellas peras en Agosto, a mitad de la tarde, recién cogidas del árbol y lavadas con la manguera de riego. Es cierto que después de recibir el sol durante todo el día estaban algo calientes, pero eso no me importaba en absoluto, sobre todo porque al morderlas resultaban extremadamente jugosas y deliciosas, se convertían literalmente en agua azucarada.

Mi abuelo recogía aquellas peras por cubos, y aunque se repartían por docenas entre todos los titos y demás miembros de la familia, los kilos y kilos que sobraban se transformaban en mermelada. Aunque todos alababan las bondades de aquella compota, personalmente siempre he opinado que semejante transformación era una lástima. Las peras perdían no sólo su textura en el proceso, sino también ese singular aroma de fruta recién cogida, y el azúcar añadido, necesario para la conserva, ocultaba su delicado sabor. Es cierto que era imposible comerse aquel enorme arsenal antes de que se estropease, no obstante esa razón no me reconciliaba con aquella mermelada.

Entre los naranjos y los perales estaban las dos enormes moreras que daban sombra a los columpios. Claro que después de la experiencia de Sole y Pal tras su conquista nos teníamos que conformar con tomarnos las moras que caían y nunca más nos arriesgamos a conquistarlas. De entre sus frutos valorábamos especialmente aquellos que no habían sido aplastadas, aunque debo reconocer que nos comíamos incluso esos. Las hojas también eran consumidas, aunque en este caso por los gusanos de seda de mi hermano.

En el camino que conducía desde los columpios hasta la piscina, había un pequeño almendro. Era sin duda uno de los árboles favoritos de mi abuelo que se ocupaba personalmente de recoger los almendrucos. Luego se sentaba en la mesa mientras los limpiaba, preparaba y pelaba para sacar las almendras que mi abuela tostaba para ofrecérselas luego de aperitivo en las partidas oficiales de tute de las tardes. En aquellas reuniones con sus hermanos, las deliciosas almendras, de las que mi abuelo se sentía tan orgulloso, se oficiaban junto con unas crujientes patatas fritas, unas aceitunas caseras, en ocasiones también mérito del abuelo aunque para mi gusto estaban algo amargas, y un vino doloroso. Aquellas almendras se molían para usarlas en las salsas, las albóndigas, los filetes rusos y el pastelón. El pobrecillo almendro parecía un árbol algo enclenque. Sin embargo, su aspecto frágil resultó ser engañoso, lo que se demostró tras su milagrosa recuperación cuando se nos escapó la cierva y se desayunó todas sus hojas, sin dejar ni una. Esa historia ya está narrada en otra entrada.

PASTELÓN DE LA GRANJA
Ingredientes
Un par de láminas de hojaldre (mi abuela lo solía preparar ella misma con la inestimable ayuda de la tita Mercedes. La recuerdo con un bol de agua helada al lado por si era necesario enfriar la encimera de mármol sobre la que estiraba y doblaba cuidadosamente la masa, que debía permanecer bien fría, hecha de harina y manteca, para conseguir las finas y crujientes capas de hojaldre).
Un buen puñado de almendras repeladas. Extenderlas sobre la bandeja de horno y tostarlas ligeramente (luego con el calor que guardan en su interior, siempre se hacen un poco más). Una vez frías: molerlas.
Unas onzas de chocolate negro ralladas
Canela en polvo (para espolvorear sobre el relleno y también por fuera)
Una lata grande de cabello de ángel, preferiblemente de marca "El Quijote" (eso si no se dispone de cidra natural para cocerla en almíbar y preparar un delicioso cabello de ángel casero, que es el que le ponía mi abuela)

First pie- Sonia Terpening
Elaboración
Con un rodillo (o una botella vacía) estirar una lámina de hojaldre sobre una superficie enharinada hasta que quede fino pero manejable. Colocarla sobre una bandeja de horno.

Entender por encima del hojaldre una capa de cabello de ángel de aproximadamente menos de medio centímetro de grosor (es un pastel muy fino y no conviene abusar del cabello de ángel o resultaría empalagoso)

Poner una fina capa de la almendra tostada y molida de manera de modo que cubra todo el cabello de ángel.

Espolvorearlo generosamente con chocolate rallado (bien repartido aunque deben quedar huecos) y canela en polvo.
Estirar la segunda lámina de hojaldre y cubrir el pastel. Pinchar la superficie con un tenedor para evitar que suba demasiado.

Cocer a horno fuerte, precalentado a 220º, durante unos 25 minutos (hasta que se dore).
Al sacar espolvorear de nuevo con un poco de canela y azúcar blanco (no es necesario que sea azúcar glas)

Servir en la sobremesa, en buena compañía, mejor conversación y, por supuesto, con una copita de Risol.


miércoles, 12 de diciembre de 2012

Los eucaliptos de la Era


Los cuatro inmensos eucaliptos de la Era constituían una de las señas de identidad de la granja. Cuando llegábamos a Linares, agotados y aburridos después del largo viaje, poníamos toda nuestra atención en avistarlos a través de las ventanillas del coche para sentirnos, por fin, en nuestro destino.

Los eucaliptos no sólo formaban parte del habitat de los primos, sino también del de otra serie de animales de esos que habitualmente perseguían para su estudio el hermano y sus aplicados secuaces. Hubo una época, cuando descubrimos que una serpiente vivía en uno de los agujeros de sus troncos, en la que nos dejó de atraer la idea de pegarnos demasiado a su corteza. El hallazgo del animal nos obligó a buscar otros escondrijos para nuestros juegos, aunque esa fue sólo una medida transitoria y los árboles recuperaron al poco tiempo su papel. Aquel encuentro instigó también nuestra curiosidad más morbosa por lo que, a una distancia presuntamente prudencial, que según nuestro criterio oscilaba entre los 20 y los 30 cm, nos juntábamos un corro de primos para vigilar el hueco alargado de la base del tronco con la esperanza de que a la culebra se le ocurriese hacer de nuevo su aparición estelar. Por supuesto el bicho no era tonto y, para nuestra inmensa decepción, nunca se le ocurrió volver a asomar por allí la cabeza. Me figuro que tanta expectación la espantó. Debo reconocer que no eramos un público ni discreto, ni mucho menos silencioso. Aún así nuestro interés se vio recompensado con un pequeño premio de consolación. En representación del ofidio nos encontramos una muda, algo parecido a un pingajo de media, blanquecina y translucida, marcada con la huella de las escamas. Emocionados, corrimos a mostrarle aquel hallazgo a nuestro abuelo. Eso nos sirvió para aprender que las serpientes deben cambiar por completo su piel para poder crecer o su nuevo cuerpo no cabría en ella. Se desprenden de la antigua según emergen ya con la nueva y la abandonan. Después de aquel episodio mi abuelo también buscó a la culebra y, aunque él se llevó la escopeta para defenderse, obtuvo el mismo éxito en su cacería que nosotros en nuestra espera.

A pesar de nuestra inclinación a despegarnos del suelo nunca proyectamos en serio emprender la escalada de los enormes eucaliptos. No es que no nos atrajese la idea, sencillamente nos parecía irrealizable. El problema fundamental consistía en que su circunferencia, de más de metro y medio de diámetro, era inabarcable, y para empeorar aún más las cosas las primeras ramas se situaban a unos buenos diez metros del suelo. Para lograr llevar a cabo semejante hazaña habría sido preciso disponer de un completo equipo de alpinismo, del que desgraciadamente carecíamos.

En su corteza se quedaron grabados los nombres de los primos junto con algunos de los amores y desamores de nuestra infancia. Suponían un escondite estupendo una vez que se ponía el sol y la Era estaba casi tan oscura como la proverbial boca del lobo. El único problema residía en tener que cruzar ese espacio completamente despejado a toda velocidad, sin tropezar y caer en sus múltiples piedras, para llegar al porche y salvarse. Lógicamente era impensable intentarlo a plena luz. Para lograrlo no bastaba sólo con la noche, sino que se precisaba también algo de colaboración por parte del que se la ligaba que, en vez de esperar sin moverse a que los primos nos acercásemos a su posición, táctica que empleaban los más pacientes, debía salir de "la casa" a buscarnos y así darnos la oportunidad de adelantarle en carrera y gritar "por mí (lo de "y por todos mis compañeros" no solíamos considerarlo válido).

Sé que el eucalipto no forma parte de la flora autóctona de Andalucía, y también sé que es un árbol perjudicial para el suelo. Sin embargo, aquellos cuatro eucaliptos formaban tanta parte de la granja como sus propias paredes encaladas y, el hecho de ir hasta allí y no verlos me genera una impresión confusa de desorientación. Tengo la esperanza de que se trate de un error. Sin embargo ya sólo queda el trozo de campo que se encontraba tras los establos de los caballos. Ese campo que en primavera se cubría de altítimas hierbas salpicadas por diminutos racimos de flores amarillas, enormes margaritas silvestres y rojísimas amapolas. Más allá, los únicos árboles que pueblan la tierra arcillosa y roja no son otros que  los tortuosos olivos de la región, extendidos en hileras paralelas hasta perderse en las colinas del cortijo de las piedras.