miércoles, 29 de agosto de 2012

El Viejo Continente y los descubridores

"Reading" por Edward John Poynter
La Señora es ciudadana del Viejo Continente en el sentido más tradicional de esa noción. Al igual que las grandes civilizaciones de la antigüedad, su centro de operaciones se basa en la urbe clásica, una gran metrópolis en cuyo centro se reflejen las etapas de su historia, que se pueda recorrer a pie como en sus orígenes y que en cuyo seno lata aún la palpitante vida de una cultura que, desde su nacimiento, rezuma a través de la fachada de sus edificios y monumentos.

Al igual que los antiguos filósofos, la Señora recorre el Foro con tranquilidad. Organiza sus debates y discute puntos de vista. Acude regularmente a los museos a recibir lecciones sobre los grandes maestros en un afán de ampliar su visión y aumentar su cultura. Le interesa el arte por encima de otras disciplinas, aunque no se olvida de sus raíces literarias. Es pausada. Se toma su tiempo para hacer las cosas, prepararlas en profundidad, ahondar en su historia y en su significado. Disfruta al pararse en los pormenores, para extraer todo el jugo a cada momento y recordar los pequeños acontecimientos que rompen la rutina del día a día con todo lujo de detalles. Ha dispuesto su vida a su gusto, ha creado su propia civilización a imitación de aquellas del pasado, y la ha asentado sobre unos sólidos cimientos, en los que cada piedra que los conforman ha sido pesada y medida con precisión.

El Señor dejó atrás la antigüedad en su época de estudiante para pasar a emular a los conquistadores. Al igual que D. Quijote con sus libros de caballería, él tomó prestado los viajes por España de las obras del Mio Cid, recorrió Europa de la mano del Gran Alejandro Magno para saltar a la conquista de América y emular a Cabeza de Vaca. Su inquietud  le arrastra como a Elcano por cualquiera de los cinco continentes y su mundo sin fronteras no tiene más horizontes que los del capitán Cook.

Para el Señor no hay distancias. La Tierra entera es una expedición en proyecto. No busca el asentamiento sino el tránsito. Su curiosidad insaciable le arrastra a la búsqueda de nuevas y antiguas civilizaciones, no como fundador de una, sino como descubridor de lo desconocido y olvidado. Crea sobre ello sus propias reflexiones, adelantado a otros, con un pie puesto en lo que hará mañana.

¿Quién sabe? Quizás en sus viajes descubra al fin el olvidado reino de Atlantis, anclado en un recóndito rincón del mundo. Congeniaría al fin el encanto clásico de una antigua civilización con el misterio de lo perdido.

lunes, 27 de agosto de 2012

"Caballos de Feria" por el tito Pepe

La autoría de la siguiente entrada corresponde al tito Pepe, anfitrión de todos los aficionados al arte ecuestre y taurino de la familia. 

"De la granja y durante veinticinco años, han salido, sin excepción, nuestros caballos para el tradicional paseo de la mañana. Tonca, Lucero, Fortuna y Antares, nos hacían disfrutar desde aquella salida. El abuelo, la abuela y las titas Mercedes y Pepi, nos despedían desde el porche con verdaderas muestras de júbilo, sobre todo cuando, perfectamente vestidas con el tradicional corto andaluz, aparecían la abuela Marina montada en Fortuna y la “Señora” la imitaba a lomos de nuestro encantador Lucero. Antares y el comandante por un flanco y Tonca y yo por el otro nos limitábamos a dar escolta a las dos elegantes amazonas.

Nada más enfilar la gran Avenida nos mira de reojo El Minero de Linares, con esa enigmática sonrisa que quiso otorgarle D. Víctor de los Ríos, allá por los años 60. Al entrar en la plaza del Ayuntamiento empezamos a notar el rumor de la gente y somos objeto de las miradas atentas de los paisanos que pretenden identificar a los pseudo-centauros: saludos, vídeos, fotografías y, cómo no, algunas más que efusivas palmas de los más sorprendidos.

Ya por la estrecha calle ventanas, el acompasado cascoteo de los caballos apaga el ruido de los motores que nos siguen, sin posibilidad de adelantamiento, dando muestras de una cortesía inusual. Se asoman los niños por las ventanillas hasta casi tocar a los caballos. La mañana termina con unos paseos por el ferial, mezclados entre el gentío y con el disfrute de un buen vino, y su tapa correspondiente, ofrecida por amigos y familiares. Las sonrisas van de oreja a oreja.

Regresamos, comemos y damos comienzo a la tarde con la preparación de Fortuna para su cita con el alguacilillo de la Plaza de Toros. Tras enjaezarla adecuadamente, se la engalana con las cintas de la bandera de España trenzadas sobre crines y cola. María es la encargada de llevarla hasta el patio de caballos de la plaza.

María, acorde con la etiqueta de la caballería, se viste con una terna negra con ribetes rojos y cuya botonadura de plata adorna la chaquetilla. Caireles, del mismo metal, ajustan su ceñido pantalón y dejan asomar unas impecables botas. Lleva acopladas en sus talones las espuelas que le regalé yo, su orgulloso padre. Como tocado imprescindible: un sombrero cordobés de ala ancha y de fieltro color rojo calado hasta las cejas que deja ver en su nuca un sencillo moño, sujeto con peinetas doradas y cintas con los colores de la bandera de Andalucía.

Espectaculares, yegua y amazona, llegan al Pasaje del Comercio donde espera la banda de música que ameniza el festejo y que, tradicionalmente, recorre el espacio desde el Rin Bar hasta el corso de Santa Margarita, mientras anima a la gente que empieza a entrar en la Plaza.

El director de la banda de música anuncia la partitura de Agüero. Suena el espectacular pasodoble, casi majestuoso. Los trombones y los bajos no pueden fallar, son la base de la entrada. Fortuna piafa, el ruido de los cascos sobre los adoquines forma parte de la partitura. La plaza revienta entre gritos de euforia, algarabía, piropos…

A Fortuna todavía le queda saltar a la arena, colocarse delante de las más grandes figuras del toreo actuales y ofrecerles su ritmo cadencioso que les conducirá hacia el triunfo... o hacia la muerte, muerte como la de aquella tarde fatídica, la del 28 de agosto de 1947 cuando Manolete hizo su último paseíllo. Desconozco el nombre del caballo que abrió plaza aquella tarde, pero estoy seguro de que no se llamaba “Fortuna”.

¡Feliz Feria de San Agustín para todos!

                                                      El tito Pepe"

Feria

Cartel ganador diseñado por Choce
Final de Agosto, final de la siesta. 40 grados a la sombra, donde la hubiese, y 50 (comprobados tras hacer estallar el termómetro de alcohol rojo del salón) bajo el sol de rayos de plomo que rebotaban en la galena argentífera de las piedras de la era y se irradiaban desde el suelo y el cielo para saturar el aire del calor más puro, seco y polvoriento de Jaén. La piscina, habitualmente objeto de deseo, desierta. Los primos, vestidos de personas, con los bañadores colgados a secar en el patio y los zarrapastrosos disfraces de gitanas canasteras olvidados en algún rincón de la granja, con el pelo acicalado a satisfacción de la Baronesa y preparados para partir desde lo que nos parecían hora, esperábamos, sentados en el porche en impaciente silencio, al chófer de turno.

Los mayores se jugaban el temido puesto a los chinos. El que perdía, nos montaba a los 10 ó 12 de turno, apilados en triple fila en los asientos de su utilitario (que daba igual que se tratase del diminuto AX de mi tío, del 1430 familiar, con su apreciado hueco extra en el maletero en el que cabían hasta 4 de los pequeños, o del posterior Mercedes alemán de mi padre). Enlatados como anchoas, iniciábamos felices el ascenso hasta la Feria.

La caridad de los mayores nos proporcionaba fondos suficientes para subir a un par de cacharros y disfrutar de un viaje de vértigo. La elección era importante. Bajo un sol de justicia, amenizados por la melodía musical de cada carrusel y la estridente voz de la megafonía de la tómbola, recorríamos las ruidosas instalaciones de principio a fin hasta decidirnos. Escogíamos la atracción con más aspecto de estimular nuestro laberinto, o de rompernos la crisma en el intento. Si en algún momento colgábamos cabeza abajo, no cabía duda, hacia allá nos dirigíamos. Esa era una de nuestras aspiraciones: subir a una montaña rusa con looping. Por desgracia semejante invento sólo parecía existir en las fotografías de Disneyworld y aún tardaría en hacer su aparición estelar en Linares.

"Circo Golondrina" de Emily Winfield Martin
No podíamos montarnos todos juntos en la misma hornada o aquella ansiada tarde se acabaría demasiado pronto. Nos distribuíamos en varias tandas. Unos veían desde el suelo a los otros alzarse en las alturas. A la hora de gritar, ambos grupos lo hacíamos a la vez. Cada sacudida, cada giro, cada aceleración era sentida y vivida por ambas partes. Los más pequeños gritaban "mamá, mamá", al ver pasar a su adorada madre al completar cada una de las vueltas del tiovivo. No había que llevarse a engaño. Las lágrimas no eran de miedo, sino de felicidad al cabalgar sobre uno de aquellos caballos de plástico de colores imposibles. ¡Cómo disfrutaban los chiquillos! ¡Cómo lloraban después, agarrados a su madre, con la pena de abandonar el precioso caballo, compañero de dichas y fatigas! Parecían pasarlo tan bien como en el cine de verano de la Plaza de Toros cuando fuimos a ver Bambi: 13 primos con dos titos llenos de ilusión y optimismo. De entre ellos, 7 niños menores de 7 años. Se oye un disparo y, a continuación, los berridos de los 7 infantes llorando a moco tendido y gritando "¡han matado a su mamá!". No hubo consuelo, ni tampoco repetición de la experiencia ese año. Creo que las lágrimas de los mayores sólo despertaban el recuerdo de aquel estremecedor momento y no la ansiada compasión que condujese al olvido... y a una nueva película.

La Feria no se terminaba ahí. Mientras los primos buscábamos la manera de descalabrarnos a toda velocidad, el tito Pepe salía montado a caballo en el paseíllo de las corridas que se organizaban en la Plaza, cerrada para el séptimo arte en esas fechas para así abrir su Puerta Grande a las figuras de la lidia. Desde que con siete u ocho años de edad vi una corrida por la tele, y lloré amargarmente cuando murió el toro, nunca me he sentido atraída por la Fiesta. La tensión, el miedo a una cogida, la congoja final, siempre han superado la curiosidad que pudiese generarme el presenciar en directo una faena. Quizás la única parte que me llamaba la atención de todo el espectáculo era, precisamente, el paseíllo, y posiblemente se debiese a las pintorescas descripciones de mi tío al respecto. Se eleva el calor desde el ruedo, el ardor de los aplausos recibe a la cuadrilla entre el polvo de la arena. El blanco deslumbrante de la cal se rompe con marcos alberos y el rojo oscuro de las barreras. Resplandecen los trajes de luces, ondea la capa de grana, el torero cita al toro. El bravo animal embiste, rota el capote en amplias verónicas que le acarician el rostro. Ante cada carga, el público permanece petrificado, apenas se escapa algún tenso suspiro. Surgen caballos cubiertos por largos petos. Los picadores clavan la punta de la puya en la espalda del la fiera. El presidente da paso a la suerte de banderillas: aguijones, sacudidas... Llega el momento final. Se abre la muleta, el estoque rasga el aire, se hunde en la nuca del noble animal que se tambalea y cae sin vida. El sonido se libera y estalla entre un sinfín de pañuelos blancos agitados en las gradas.

Por las noches la ciudad no dormía. Se organizaban conciertos a los que, al igual que a las corridas, nunca asistimos directamente. Durante la adolescencia, tras haber perdido la encarnizada batalla de insistentes súplicas para que nos permitiesen ir, nos conformábamos con sacar las sillas a la era de la granja y cruzábamos los dedos con la esperanza de que el inexistente viento de Agosto soplase en la dirección correcta y trajese hasta nuestros oídos alguno de aquellos acordes. Era un ejercicio de imaginación en el que competíamos por averiguar el título de la canción de turno. Si se conocía el grupo era más fácil.

"Lola Montes" por Henry Clive
Tan sólo en una ocasión fui a las casetas por la noche, también con mis primas, aunque para entonces ya no eramos unas niñas. La deseada montaña rusa con looping había llegado a Linares, pero ya habíamos perdido nuestro interés en ella y pasamos de montarnos para sufrir la experiencia. A medianoche al principio, y de madrugada después, comprobamos que hacía el mismo calor que durante el día, que habíamos pasado agradablemente en remojo en la piscina. Las sevillanas sonaban una tras otra, se alternaban rápidas con lentas. Entre vuelta y vuelta, un chupito de "palecrín" helado, ligero y algo dulce. Refrescante. Delicioso. Más sevillanas, más palecrín. Nunca antes había oído hablar de esa bebida. Pregunto. Alguien trae una botella. En la etiqueta se lee "Pale Cream" ¿Cómo no había caído? Supongo que mis neuronas nadaban en "palecrín".

domingo, 26 de agosto de 2012

Felicidades Mar

"Pretty Girl" de Frances Hook
Cuando era pequeña, mi tío llamaba a su hija Maria del Mar, su parchajete. El motivo era porque, inexplicablemente, la niña se las ingeniaba para llevar permanentemente la cara decorada con algún parchajo de mugre. No le duraba limpia más que el instante que el adulto de turno empleaba en frotársela. No es que la chiquilla se dedicase a arrastrarse por la tierra de la era según salía de la bañera, ni tampoco limpiaba los muebles con sus redondos mofletes, pero el caso es que poseía un curioso magnetismo que provocaba que terminase tiznada con cualquier cosa que hubiese a mano, o a trasmano. 

Curiosamente, era una niña bastante buena y con una enorme paciencia. Nunca llamaba la atención por sus trastadas, a diferencia de algunas de sus hermanas, cuyas ocurrentes barrabasadas bastaban para cubrir el cupo completo de la amplia familia. Le encantaba dibujar y podía pasarse horas tranquilamente sentada mientras rellenaba hojas y hojas con sus preciosas muñecas. En eso tenía un fiel compañero en Choce, con quien además compartía clases, maestros y aula en el colegio. Ambos eran inseparables.

Siempre ha sido muy constante. Trabajaba como una hormiguita y prestaba atención a todo lo que sucedía a su alrededor para luego aplicarlo en obrar con prudencia y buen sentido. Así como los parchajos acabaron por desaparecer de su cara y fueron sustituidas por unas preciosas facciones, sus cualidades se han quedado bien arraigadas y da gusto estar con ella. Su sensato punto de vista ahora lo emplea en abrirle los ojos a toda la familia. 

¡MUCHÍSIMAS FELICIDADES MAR!

miércoles, 22 de agosto de 2012

Disfraces

¡Hasta el mismo Zeús se disfrazaba y adoptaba diferentes formas con las que engañar y seducir hermosas doncellas! ¿Qué era el caballo de Troya sino un disfraz con el que infitrarse tras las líneas enemigas? Si la Grecia clásica creo un mito al respecto de este tema, esta claro que sus orígenes se remontan incluso más allá de este periodo.

Los datos históricos carecen de importancia cuando eres un crío y buscas un disfraz. Para lo único que se tienen en cuenta es para adoptar la vestimenta correspondiente a la época. Una túnica griega o un toga romana son recursos de lo más socorrido: una sábana blanca con unas cintas con las que ceñir la tela al cuerpo y listo, no se precisa nada más. Si se es afortunado y se cuenta con un bonito disfraz, preferiblemente de protagonista de cuento de hadas, cuanto más pequeño se sea, más ganas darán de lucirlo a todas horas y en cualquier lugar.

El primer disfraz que recuerdo fue uno de Caperucita que, al igual que al personaje del cuento, también me había hecho mi abuelita. Era una capa de vuelo roja, con capucha, atada al cuello con un lazo de raso de seda, muy suave, color carmín. Me encantaba aquella caperuza y supongo que es por su culpa por lo que siento debilidad por las cosas con capucha. Además llevaba una faldita corta, azul celeste, con rayitas verticales, enaguas con puntillas y un diminuto delantal, ambos blancos. A mi hermanísima le tejió, para ir a juego, un jersey de "loba", marrón chocolate con un gorro con orejas (el morro que le faltaba se lo ponía la chiquilla).

En Linares, con mayoría aplastante de féminas, el tema de los disfraces estaba a la orden del día. En invierno revolvíamos todos los armarios, arcones y cajones a los que teníamos acceso en la granja, a la busca y captura de prendas anticuadas y olvidadas con las que cambiar nuestra imagen. En el proceso aparecían también fotos y viejas cartas que cotilleábamos sin ningún tipo de respeto por la intimidad de sus dueños (en realidad no eramos conscientes de que estuviésemos infringiendo ninguna regla). En una de esas cacerías de tesoros descubrimos un romántico telegrama de el Gris a Lucky, que nos entusiasmó a todas.

En verano, con el calor, lo ideal era pasar el día en remojo y en bañador. Bastaban unas toallas enrolladas para transformar el ambiente en el de un harén y sentirnos como María Montes en Sherezade. Cuando en Agosto llegaba la feria, todas las primas ansiábamos vestirnos de "gitanas". Ante la negativa de los mayores de comprarnos el vestido en cuestión, logramos nuestro propósito gracias un baúl que encontramos en el cuarto de los juguetes (también conocido como de las ratas). En su interior hallamos los viejos trajes de sevillanas de nuestras madres y, sin ningún miramiento por su pasado, nos hicimos con ellos. Hay que admitir que eramos unas gitanas de la variante zarrapastrosa. Los vestidos estaban llenos de mugre pero, total, para revolcarse con ellos por los viejos gallineros y los tejados de la Granja, no era una cuestión que nos importase demasiado. Al igual que las sábanas de los romanos, también eran necesarias cintas para ajustarlos al cuerpo. Mi madre y mis tías habían llevado esos vestidos en su adolescencia mientras que nosotras no teníamos más allá de 7 u 8 años de edad. Aún así, nos veíamos muy favorecidas con aquellos aplastados volantes de lunares que arrastrábamos a nuestra espalda como los de una bata de cola. Estábamos tan orgullosas de nuestros harapos que pretendíamos lucirlos en la Feria. Por desgracia nuestros mayores se negaron a ello, sin peros ni discusión posible (en esa época, las decisiones de los adultos eran así).

¡No sólo las primas nos disfrazábamos en la granja! A veces los mayores también nos sorprendían (de algún lado debíamos de haber heredado aquella inclinación). Recuerdo unas navidades en las que fueron ellos los que nos dieron el espectáculo a los pequeños. No se me olvidará la imagen de mi padre con un sostén de mi abuela relleno de "vaya Ud. a saber qué", un jersey rojo ceñido, una falda negra de tubo, medias de rejilla y un pelucón cardado de mi abuela. Se puede afirmar que, salvo por el bigote, estaba arrebatador. Si Billy Wilder le hubiese visto entonces, seguro que le habría ofrecido el papel protagonista de "Con faldas y a lo loco", aunque también podría haber encajado en una, no muy dulce, "Irma".

Además de mi primera caperuza, y de aquellos mugrientos trajes, tuve otro par de disfraces. Mi favorito era el de ninfa. Me lo regalaron con 6 años y que me lo puse (sin cremallera, afortunadamente estaba en la espalda y el vestido era corto, vaporoso y ¡rosa!) hasta los 13 ó 14 años. A esa edad desapareció misteriosamente y lo tuve que sustituir por los tules de la falda de ballet. Esta prenda tampoco era auténtica sino que, en su remoto origen, había sido un velo de novia que encontré, tristemente abandonado, en un arcón de maravillas de la Granja y que reciclé, cosiéndole una goma en la cintura, para mis propósitos. Otrora, había pertenecido a mi tía Merche.

"Masked Beauty" John Harrison Witt
Con la edad he perdido el valor necesario para disfrazarme. Que no los lleve no quiere decir que me hayan dejado de parecer bonitos. De hecho, fue su recuerdo lo que me hizo regalarle a mis sobrinas los vestidos de Bella y Blancanieves. Aquellos trajes fueron un gran exíto: la primera noche las crías durmieron con ellos puestos y, a la mañana siguiente, hermanísima se las vio y se las deseó para conseguir quitárselos y evitar que fuesen al colegio ataviadas de esa guisa. A pesar de su encanto, el sentido del ridículo no me permite asomar la nariz a la calle con uno de ellos puesto (sí a hermanísima que, con la excusa de su labor de maestra, se planta en Halloween y Carnaval lo que le viene en gana). Eso sí, las pinturas de guerra forman parte indisoluble del ritual diario, aunque los trajes de princesa se limitan exclusivamente a las bodas.

martes, 21 de agosto de 2012

Afectividad natural

Al nacer, hoy hace 4 años, Dupita era un bebé blanco y tierno, de suaves mofletes hendidos con graciosos hoyuelos. Un bebé comestible, tan apetecible como un dulce panecillo. Sin embargo, las apariencias engañan y la criatura nunca se ha mostrado dispuesta a dejarse achuchar por cualquiera fácilmente. La pequeña siempre ha sido muy selectiva en lo que respecta tanto a recibir como, especialmente, a regalar carantoñas. Tras evaluar detenidamente al pretendiente a su cariño, y contemplarle fijamente con sus ojos redondos rodeados de negras y espesas pestañas, como los de un personaje de Disney, la niña decide si el candidato en cuestión es merecedor, o no, de sus atenciones. El dictamen es negativo con cierta frecuencia y sólo la insistencia de sus padres consigue vencer, y no siempre, sus reticencias. Son ellos, junto con su super-abuela Li, las únicas personas que pueden contar con espontáneas muestras de afecto por parte de la desdeñosa princesa. El resto, tras echar una instancia, debemos hacer méritos para ganárnoslas. En ese sentido es digna bisnieta de la Baronesa, de la que también ha heredado su maravillosa piel, al igual que su antepasada sabe cómo hacer valer sus besos y no los concede así como así.

Es lista y pícara como ella sola. Le toma el pelo al buenazo de su hermano, que aún es demasiado joven para saber que no se debe confiar en las mujeres, aunque con semejante maestra no dudo que aprenda rápidamente. No se me olvida una anécdota en una de las barbacoas de mi hermano: la pobre chiquilla estaba enferma, con unas décimas de fiebre, apagada y, por supuesto, desganada. En Medicina nunca se tienen todas las respuestas y ese día descubrí las propiedades curativas de un buen jamón ibérico, por encima de las del Dalsy. Fue oler aquel plato y a la chiquilla se le abrió milagrosamente el apetito. Pian pianito devoró, disimuladamente y una por una, todas aquellas lonchas. Mientras tanto, el resto estábamos pendientes de las parrillas, la conversación, los saludos a los nuevos invitados. Entre los besos de recibimiento a unos y otros, picábamos algo del resto de los aperitivos. Aprovechando la distracción, la enferma se puso tibia, terminó el plato entero ella sola. Le desapareció tanto la fiebre como el cansancio, le volvió el color a las mejillas y recobró su acostumbrada energía (evidentemente su picardía no la había perdido). Con aquel atracón no sólo demostró haber recuperado su apetito acostumbrado sino que también se le despertó todo el que le había faltado previamente porque, además, pidió repetir.

Espero que hoy, la Bella princesita no haga mucho el papel de Bestia huraña, que hay que reconocer que cada vez sale menos a relucir, y disfrute de su día con los abrazos de todos, un beso de Posti, una deliciosa tarta y, por supuesto, un estupendo jamón.

¡MUCHAS FELICIDADES CHIQUITINA!

lunes, 20 de agosto de 2012

Mortalidad

"Nostalgia" de René Magritte
La idea de la mortalidad humana forma parte intrínseca del día a día de la Medicina. Siempre está ahí, se convive con ella. Se intenta doblegar, prolongar, luchar contra lo inevitable, dejarla de lado, convertirla en algo ajeno. No obstante, hay instantes en que su presencia es tan evidente que resulta incluso palpable en el ambiente. No es preciso enfrascarse en ninguna tarea extraordinaria para sentirla. Simplemente, una mañana al recorrer los pasillos del hospital, aparece de forma inesperada gente refugiada en un rincón, sumida en la tristeza que provoca la pérdida de un ser querido. Se es testigo involuntario y fortuito de su dolor. Un dolor que les envuelve en una burbuja y que les hace sentirse extraños ante el resto del mundo. Un dolor hondo, que busca consuelo, sin hallarlo, en el llanto. Un dolor que se soporta en el apoyo de los seres más cercanos, los únicos que caben dentro de la burbuja. En el interior de ese mundo apagado y gris, cubierto por una atmósfera densa y pesada, cuya espesa niebla ahoga los sentidos, no se escucha más sonido que el de la respiración al convertirse en sollozos. Un abrazo sostiene, se opone a la voluntad de dejarse arrastrar hasta hundirse sin remedio. En un abrazo se agarra la solidez de alguien real y vivo. Se sacan fuerzas de la comprensión de otros, muchas veces igualmente afectados, con la esperanza de que, al compartirla, la pena se mitigue y deje de resultar abrumadora.

Al encontrarse con esa escena, se hace un nudo en la garganta y el espectador casual no puede evitar sentirse como un intruso. Pasa rápido, en respetuoso silencio, procurando que su presencia pase desapercibida, sin alterar la fragilidad del duelo. En esos momentos no se sabe qué hacer, se desearía ser capaz de ofrecer algún tipo de alivio, pero ante la impotencia, uno se limita a evitar irrumpir en ese entorno íntimo y privado.

En algunos casos el médico sí que forma parte del suceso. No pertenece al grupo de los íntimos, pero si se ha mantenido una relación larga con el paciente, basada en la confianza y la sinceridad, e inevitablemente en el cariño, la familia buscará su comprensión y su apoyo. La medicina trata de curar, de luchar por la vida, pero por mucho que se prolongue, la muerte es el final para todos. Lo más difícil no es la técnica de una cirugía, ni el enfrentarse a las complicaciones, ni el miedo ante las propias limitaciones, ni el aprender a  reconocerlas y solicitar ayuda para superarlas. Tampoco lo es el luchar contra el cansancio de las guardias y sacar fuerzas de flaqueza, y de paciencia, de donde ya no quedan. Lo más duro es decirle a un enfermo que su caso no tiene remedio, que las armas se han agotado. No todos lo preguntan, algunos no se atreven y otros no desean saberlo y, aunque lo presientan, prefieren guardar silencio al respecto. Pero en muchos casos, llega un punto en el que se arman de valor y te hacen la pregunta y, si la hacen, hay que responder con la verdad. Es su vida y confían en ti. Es duro pero no dramático, no les pilla por sorpresa, ya lo han asumido previamente, sólo buscan oírlo para confirmarlo. No se hunden por ello. Algunos aprovechan ese tiempo para disfrutar de los suyos. Serán felices, y harán felices a los de su alrededor, hasta el último instante de sus inolvidables vidas.

sábado, 18 de agosto de 2012

BRINDIS

"El Brindis" Manet
BRINDIS

Venga una copa de vino
que se llene del recuerdo
de los brindis del abuelo
al concluir la reunión.

Aún le veo levantarse
mientras se hacía el silencio,
y con la copa en la mano
improvisaba unos versos

Brindaba por la familia,
brindaba por el amor,
brindaba con voz potente
surgiendo del corazón. 

Sus palabras eran claras,
sus frases eran sencillas,
no necesitaba adornos
para reflejar su vida. 

Compartía en su poesía
su sobria sabiduría,
su gran calidad humana 
y su constancia ejemplar.

Al finalizar... aplausos.
Entre emociones y besos
chocaban todas las copas
y se pedían deseos. 

Deseo no olvidar nunca,
atesorar ese tiempo,
saborearlo despacio,
cual los versos de mi abuelo.

"SAINT EMILION" Philippe Sommer

Hoy se cumplen 21 años de su último brindis, pero el legado del abuelo sigue presente en cada reunión. 


viernes, 17 de agosto de 2012

"El encanto de Li" por mi padre

Tras leer el extenso comentario de mi padre en la felicitación a la tita Li he querido llevar esos divertidos recuerdos a primera plana y convertirlos en una entrada. Transcribo las palabras de su autor.
"School Bus" Joseph Sandora
"En mi vida, la tita Li se sitúa en un puesto entre hija y hermana, así que puedo hablar de ella con total objetividad, naturalmente. Grumpy ha contado su visión infantil (reconstruida, porque tenía pocos meses) en el Canadá, a la que puedo añadir su salida hacia la escuela en esos madrugones terribles, siempre precedida de calentar en el horno (no había microondas) un pastel de mermelada de arándanos que tenía las calorías suficientes para vencer la nieve más tenaz. Luego se subía en el típico autobús escolar norteamericano (son iguales en los dos países) y se dedicaba a su pasatiempo favorito: que todos sus compañeros cayeran rendidos a sus pies. En esta tarea de rompecorazones empleaba el truco infalible de la enseñanza de idiomas, mucho más atractiva en su contexto multilingüe. Así, consiguió, con tremendo mérito, que toda la clase aprendiera a darse golpes en la cabeza repitiendo "culo, culo". No calculaba que esta lección es la que explicaría por qué los políticos piensan con lo que piensan.

Pero en quien sus atractivos causaron estragos fue en mi hermano pequeño, entonces en el inicio de su adolescencia. Para acabar de rematar la faena no se me ocurrió nada mejor que, un día que íbamos a Canena, decirle, al iniciarse una linde: "estas son las olivas de Li". No me di cuenta de que ese predio no tenía otra nueva linde marcada, así que las posesiones oleofrutícolas se extendían sin fin. Corté como y donde pude; pero el efecto fue fulminante. En la próxima entrevista el muchacho aclaró inmediatamente que su interés era por la persona, que aunque tuviera todas las olivas del mundo, le daba igual. La pobre Li no entendía nada, ignorante como estaba de la posesión de tan colosal fortuna oleícola. Las cosas, me parece que por fortuna, quedaron ahí (y las olivas también, sin tanta fortuna, en este caso).

Lo que no quedó ahí fue la evolución de la interesada. He sido testigo privilegiado del desarrollo de uno de los pocos seres humanos por los que tengo todo el cariño del mundo y una admiración sin límites. Su última aparición pública (y utilizo un sustantivo que se aplica a los ángeles), elegantísima, sencilla y majestuosa, fue sensacional. Es la única vez que, en una boda, he visto a alguien simplemente perfecto.

Muchos besos y muchas felicidades, tita Li. Por muchos años."

¡FELICIDADES TITA LI!

"Baby Sitter" Norman Rockwell
Cuando nací, mis padres vivían en Canadá y la tita Li contaba con sólo 13 años. Aún estudiaba en el colegio y se pensó que sería una buena idea que la pequeña de mis tías aprendiese francés y que, para ello, cursase un año en Montréal.

Por supuesto, además de estudiante, le tocó hacer de niñera. Ella fue una de las primeras personas en sufrir mi exceso de entusiasmo. Aunque yo sólo tenía unos meses, cuando se acercaba la hora de su regreso a casa, me invadía la expectación y prestaba atención a cualquier sonido. En el mismo instante en el que oía la llave en la cerradura, tomaba impulso con mi tacataca y, propulsándome en zig-zag como con un coche de choque, me lanzaba contra las paredes del pasillo hasta llegar a la puerta para colocarme delante de ella. Conseguía ser más rápida que mi tía en terminar de abrirla, y la pobre se encontraba con que, mi alegre recibimiento, le impedía entrar en casa. "Quita, quita, déjame pasar", me pedía a través de la rendija. Yo mientras tanto demostraba mi felicidad con todo tipo de gorgoritos infantiles y trataba de acercarme a mi adorada tita, con lo que sólo conseguía obstaculizar más su paso.

Una vez que lograba entrar en casa, pese a la oposición paterna de "a la niña no hay que cogerla", me hacía todo tipo de carantoñas y juegos, a las que yo le respondía con la misma adoración que un cachorrillo. Por desgracia, mi comportamiento animal no se limitaba tan sólo a mis recibimientos, ni a mis gorjeos ante sus mimos. Mi tita era "mía" y, como tal, debía recalcarlo. Un bebé de apenas 6 meses poco puede hacer para defender su propiedad, así que empleaba el mismo truco que el resto de la fauna a la hora de marcar su territorio. Cuando me tenía que cambiar los pañales y me dejaba sobre su cama, yo aprovechaba cualquier momento de descuido, para rodar hasta salirme de la toalla, y hacer pis sobre la colcha. Los graciosos aspavientos de mi tía no contribuían a que sintiese que debía enmendar esta práctica, así que mi pobre tía evitaba tener que utilizar su propia cama cuando se ocupaba de la limpieza del bebé.

"Retrato de un niño" de Nicolai Tonitza
Por las tardes me sacaba a pasear pese al frío canadiense. Me enfundaba en un mono polar de color amarillo claro, con patucos, manoplas y una capucha con orejas y un ribete blanco de peluche. Me hacía un hueco en la nieve y, una vez dentro,  movía mis bracitos para dibujar en ella la silueta de un ángel. Al subir al calorcito de casa me preparaba el baño. Mi madre me había comprado una silla para colocar dentro de la bañera y sentarme en ella sin riesgo a caerme. Allí me sentaba y me dedicaba a chapotear con mis patitos y mis muñecos de goma hasta dejar a mi pobre tía tan chorreando como si se hubiese metido conmigo en el agua. Por las noches dormía con ella en la habitación. Al parecer me encantaba cuando movía los pies debajo de las sabanas. Ese relieve en la superficie de la cama, que aparecía y desaparecía, me hacía partirme de risa en la cuna. Algo de aquello debió de quedarse grabado en mi subconsciente porque todavía me hace gracia esa tontería infantil (ante la sorpresa de House, que también acaba por reírse, aunque sea por contagio).

De vuelta a la patria, hermanísima hizo su aparición estelar. Resultó ser aún más efusiva que yo, aunque ella rápidamente se empezó a valer de la palabra hablada (y desde entonces no se ha callado). La tita con su novio de entonces (y actual marido) nos sacaba a pasear y nos llevaba a comer caracoles. En Linares son de pequeño tamaño y los preparan cocidos en un sabroso caldo sazonado con pimienta, un toque de guindilla y abundante hierbabuena. Los bichos se sacan de su concha con la ayuda de un alfiler y hermanísima daba buena cuenta de ellos despidiéndose de cada uno con la frase de "¡pispás, caracol!". A la vuelta del paseo, le contaba los detalles de la tarde a mis abuelos y, por supuesto, incluía entre ellos el que el tito la llevase en brazos cuando se cansaba. Como consecuencia del chivatazo de su sobrina bocazas que, ya entonces, era incapaz de recordar que "el novio" era un secreto, mi pobre tía recibía una buena regañina. Pese a ello, seguía sacándonos a tomar caracoles.

"Mother's Day" Katie Berggren
Con sus hijos y, ahora, con sus dos pequeños nietos, es igual de dulce y divertida que durante mi infancia. Ambos adoran a su abuela Li y nunca quieren separarse de ella. Conserva siempre la calma y nunca pierde la sonrisa. Posee esa rara cualidad de saber estar en cualquier parte y resultar encantadora para todos los presentes sin excepción. Tiene magia.

¡MUCHAS FELICIDADES TITA LI!

miércoles, 15 de agosto de 2012

"Agosto" por la Señora

La autoría de esta entrada corresponde a la Señora. Sus recuerdos de la granja tienen la perspectiva de una vida formada allí, analizada con la profundidad de la madurez. Su generación ha sabido conservar el espíritu de la granja, y transmitírsela a la nuestra. Gracias a ellos, a su unidad y su apoyo, hemos aprendido a atesorar los valores familiares adquiridos durante nuestras estancias linarenses. En la granja, el mes de agosto no sólo era caluroso, también era "cálido".

"The Symbol of Welcome is Light" Norman Rockwell
"Desde la entrada en Leo, como ya se nos avisó, el trabajo se ha multiplicado para la autora del blog por los muchos cumpleaños. Al mismo tiempo, se ha ampliado el canal de correspondencia, pues son bastantes los seguidores del mismo que de algún modo han colaborado para hacernos los días más felices a aquellos que estábamos de aniversario. Y es precisamente a partir de todo ese cariño recibido, cuando quise manifestar mi agradecimiento a los que me honraron con su felicitación y sus comentarios, así como dejar constancia de algunas situaciones que ayudaron a mostrar el camino y que han propiciado tan buen entendimiento entre los que aquí compartimos rato. Sin la decisión de Grumpy y sin las vivencias de la granja, creo que las cosas no habrían sido como son ahora. Y es esto lo que me lleva a reflexionar un poco sobre ese segundo elemento de unión.

En alguna ocasión se le ha dado al blog la denominación de Granja virtual, por el papel aglutinador que ejerce en la actualidad, como en su momento desempeñó nuestra granja real. Sin embargo, la generación mediana, la gran protagonista del blog, vivió aquella granja real en sus años de infancia, mientras que la generación mayor nos abrimos a la vida y nos hicimos adultos en ella. Por esta razón nuestros recuerdos tienen otros matices y toda la amalgama de sentimientos que ofrece la vida, en los momentos en los que uno quiere abrirse camino en ella. En ese tramo el papel de nuestros padres -de vuestros abuelos- fue tan decisivo e importante que para muchos de nosotros la mejor cosa que nos pueden decir es que hacemos algo como ellos. Los medianos ya percibíais el aplomo, el cariño, la buena disposición, la paciencia, la autoridad del abuelo Andrés, pero era difícil que pudierais llegar a su acierto en el trabajo y en las decisiones, a su firmeza de espíritu, a su sentido de la generosidad, pues su casa, su dinero (que no siempre tuvo) y su tiempo estaban a disposición del que lo precisara; desde muy joven se convirtió en el eje de su familia (fue el referente de sus hermanos y hasta que murió lo siguió siendo) y en su casa compartió esa tarea con la Señora Baronesa. Ella, de la que recordaréis su genio y ciertas lamentaciones de impotencia cuando erais pequeños, llevó la generosidad hasta extremos increíbles a la hora de acoger gente, de preocuparse por ella, de dar a manos llenas. Su tremenda humanidad se fue agrandando con el tiempo y todo le era posible. Por supuesto la familia siempre tenía las puertas abiertas y a esa situación se acogió la Tita Mercedes, para beneficio de todos. Pero fueron muchos más los que en beneficio propio acudieron a la granja y encontraron lo que necesitaban.

Al margen de la gran fiesta familiar de noviembre, recuerdo agosto como el mes de la granja por antonomasia, a pesar del problema del calor, que se agravaba con el hecho de que era el momento en que había que vacunar a las gallinas; pero estaba la alberca y allí venían tíos, primos, amigos, atraídos por el calor humano, por alguno de los cumpleaños, por la feria o por cualquier otra razón. Era el mes que mejor reflejaba el sentido lúdico de la vida, que como herencia hemos recibido. Con todos los jóvenes pululando al atardecer preparándonos para salir y con todos (no se sabía cuántos, pero el número se había incrementado) rotos del poco dormir dispuestos a afrontar el día. Y no nos cansábamos........
"Starlight" Rico Tomaso
Fue aquella una etapa muy fructífera, muy llena de matices humanos. Todo arranca de ahí. Quizá hayan sido las agradables celebraciones familiares o los enormes calores de estos días, los que me han traído a la memoria aquellos años que nuestros padres propiciaron.¡Qué afortunados fuimos! Desde este blog, por tanto como nos dieron, gracias."

domingo, 12 de agosto de 2012

Oficialas de peluquería

"Sisters" Jean Hildebrant
La edad a la que una niña muestra interés por peinarse ella misma es inversamente proporcional al producto de la habilidad y la paciencia maternas en ese sentido, dividido por la longitud del pelo. Esta ecuación aplicada al caso de hermanísima y mío ofrece un resultado similar al del inicio del uso de la razón. Por supuesto el interés no basta, hay que tener algún tipo de maestro para aprender. En ese sentido hay que agradecerle a la Señora que ella sólo se ocupase de peinarnos los fines de semana, y nuestro cuero cabelludo le agradece aún más que sólo le diese por esmerarse en la tarea muy puntualmente. Eso sí, esos fatídicos instantes se grabaron dolorosamente en nuestros cerebros infantiles.

Los días de diario, la muchacha que nos cuidaba nos peinaba con un par de trenzas, que nos hacían parecer recién salidas de "La casa de la Pradera", antes de partir hacia el cole. Alguna vez incluso probamos a cambiarlas por dos coletas, pero mi cabeza con ese tocado no tenía nada que envidiarle a la del león de la Metro, lo que relegaba ese estilo hasta que todos se recuperaban de la impresión y se olvidaban de mi aspecto. Pasado ese tiempo, la insistencia de hermanísima, parcial de las dos coletas, surtía su efecto. Sin más justificación que la de evitar diseñar un peinado para cada una, ambas lucíamos habitualmente el mismo, pese a que partiésemos de cabellos muy diferentes: rubísimo, liso y fino el de ella y abundante, grueso y fosco en mi caso. A hermanísima todos le quedaban bien, y a mí casi todos mal. Durante la época del estreno de Starwars, las trenzas pasaron a enrollarse sobre sí mismas por encima de las orejas. Claro que en lugar de a la princesa Leia, nuestro aspecto se asemejaba más al de un par de ratas presumidas. En alguna ocasión, con las prisas del resto de los preparativos, las dos trenzas se convertían en una, mientras que otros días, sin duda nuestros favoritos, en los que nuestra peluquera disponía de tiempo, ésta era "de raíz". Nos gustaba tanto esta última versión que nos esforzábamos por reproducirla nosotras mismas, y nos aplicamos tanto en la tarea que enseguida obtuvimos resultados no demasiado desastrosos.

El momento más temido sucedía durante el fin de semana. La frase que provocaba nuestra inquietud no era otra que la de la Señora ordenándonos que acudiésemos al baño para que nos peinase. Si al llegar la veíamos armada con el peine, un modelo de plástico irrompible, teñido en un tono pálido y engañosamente inocente de rosa,  en lugar de con el anhelado cepillo, dispuesta a desenredarnos uno a uno todos los nudos, palidecíamos de espanto. Sin ningún tipo de compasión, la Señora pasaba aquel arma de tortura por nuestra enmarañada y larga melena (la idea de cortarla no casaba con los gustos paternos) mientras sentíamos como los mechones eran arrancados de cuajo por las finas púas. Las lágrimas acudían a nuestros ojos y las súplicas de piedad a nuestros labios. Todo ruego era en vano, hasta que el peine no se deslizaba sin tropiezo, no terminaba nuestro martirio.

Mi madre debía de disfrutar poco más que nosotras con aquel suplicio y en cuanto le demostramos que nuestra habilidad para realizar complicados recogidos superaba la suya, abandonó aquella tarea. Para evitar que se arrepintiese de su decisión, nos consagramos a nuestros estudios de peluquería. Como consecuencia de tanta dedicación, y tras algo de práctica con el estilismo de nuestras muñecas, nos sentimos lo suficientemente sueltas como para atacar nuestras melenas con las tijeras del costurero. Para empezar hermanísima se encargó de cortarme las puntas. En el proceso apareció algún que otro pequeño trasquilón que, lógicamente, debía ser igualado. El retoque, semejante al equitativo reparto de las galletas de Epi y Blas, supuso la pérdida de unos quince centímetros de longitud de cabello, que pasó de sobrepasar la mitad de la espalda a alcanzar a duras penas los hombros. Mi padre, que siempre se había opuesto al cabello corto, no se mostró precisamente feliz ante nuestra hazaña. Me prohibió terminantemente probar mis habilidades en el cabello de hermanísima, pero ella se resintió de la distinción y, para resarcirse, poco después de abandonar el nido, se esquiló la cabeza.

El otro día, House se quejó de que el pelo de la nuca le daba calor. Me ofrecí amablemente a recortárselo. Me miró con cara de guasa antes de preguntarme si pensaba que el calor le había derretido el cerebro. En fin, si ni mi marido confía en mis dotes para la peluquería, será mejor que oriente mi querencia a las tijeras hacia las cirugías.

martes, 7 de agosto de 2012

La brújula de la familia

La entereza es una de las mayores virtudes de mi madre, quizás la que mejor define su carácter. Siempre es un apoyo firme con el que se puede contar. Ve las cosas con perspectiva y objetividad y su punto de vista es, cuanto menos, una referencia a tener en cuenta, incluso aunque no siempre se esté completamente de acuerdo con ella. En caso de discrepancia conserva cierta flexibilidad que permite discutir las diversas opciones, y aunque ambas somos bastante cabezotas, debido básicamente a la solidez de nuestras convicciones, solemos alcanzar un entendimiento.

Otra de sus principales características es su gran independencia, motivada por las circunstancias y empujada por la claridad de ideas que siempre la han hecho avanzar y abrirse camino. Mientras mi padre optó por seguir dando rienda suelta a su espíritu nómada, y migrar cada temporada a distintos puntos a lo largo y ancho del planeta, ella decidió que, con cuatro infantes a rastras, ese ritmo de vida resultaba inviable y convirtió la casa común en un hogar estable para nosotros y una base fija para las intermitentes estancias de mi progenitor.

Durante sus periplos por el mundo, se ha adaptado sin problemas a los más diversos lugares. En cada uno de ellos, su fortaleza y su integridad eran valores rápidamente reconocidos y acababan por arrastrar a un círculo de amistades entrañables a su alrededor, que mi madre ha sabido mantener pese al paso del tiempo y a las diversas mudanzas.

La Señora afirma que nunca ha sido dueña de un gran instinto maternal, cosa que ha demostrado no estando todo el día encima de nosotros como si fuésemos de cristal. No creo que nuestro carácter, fruto de los genes combinados de ambos progenitores, hubiese tolerado bien la sobreprotección con la que muchos padres ahogan a sus criaturas. Esta hereditaria autonomía hace que pequemos, en ocasiones, de exceso de independencia y de opiniones. Como contrapartida, siempre ha hecho gala de tener los pies en el suelo, y sabe sacar lo mejor de cada experiencia, lo que nos permite contar con sus buenos consejos cada vez que recurrimos a ella, lo que paradójicamente sucede con cierta regularidad. Es el eje alrededor del cual giramos los hermanos.

"Las Meninas" Velázquez
Ha conseguido alcanzar el deseado equilibrio del punto medio que tan pocos privilegiados logran. Sopesa con calma sus decisiones. Es organizada, optimista, sensata y sociable, sin ser expansiva. Suele procurar extraer lo bueno de cada cosa y disfruta ante casi cualquier situación. Le apasionan el arte y la literatura, y no se pierde su visita semanal al Prado, salvo que le pille en los Uffizi de Florencia o en cualquier otro museo del mundo.

¡FELIZ CUMPLEAÑOS MAMÁ!

El "Hermano"

"Baby crying" Mabel Lucy Atwell
Mis primeros recuerdos del hermano se remontan a las primeras horas de una tarde de Agosto, a la puerta de la capilla donde se había celebrado su bautizo, mientras Madrid, con nosotros en ella, se asaba bajo una ola de intenso calor.  Ese mismo día se celebró el bautizo de mi primo, con el que el hermano se lleva lo que nunca recuerdo si son 3 ó 4 días. Los dos bebés iban vestidos con unos largos faldones de acristianar, capas y capas de enaguas y tela en los que los bautizados debían de estar casi febriles, si no medio muertos por la cocción.

Pasar por semejante trauma con apenas una semana de vida no le debió hacer ni chispa de gracia al hermano. A partir de ese momento decidió protestar, y a eso se dedicó con empeño durante sus primeros años. Lo recuerdo entre llantos y continuas llamadas a su "memé", enfundado en un pijama rojo y metido en la cuna de barrotes de madera del cuarto del fondo de Zaragoza. Siempre con la boca abierta, por la que se asomaban sus dientecillos de leche, ya rotos. Razón para llorar no le faltaba porque el pobre crío ni dormía ni respiraba, creo que se oxigenaba con los sollozos. Gracias al eminente alumno de Medicina, amigo de mis padres, que ejercía de médico en nuestra infancia maña, con la Pediatría suspensa, el chiquillo estuvo así hasta que nos mudamos a Valladolid. La nueva ciudad le supuso pasar por el quirófano para una cirugía de adenoides que transcurrió en medio de gritos de "¡Que no quiero que me coman!" motivados cuando el pobrecillo vio la cuchara (legra) con la que el otorrino le arrancó sus enormes vegetaciones. Otro de los avances médicos de la nueva ciudad fueron unas botas ortopédicas, especiales para pies planos, que empleaba igual que unas de fútbol para patear nuestras sufridas espinillas.

Para cuando el niño llegó, yo ya había descubierto la lectura y me había hecho merecedora del sobrenombre de "tragalibros". Hermanísima no compartía mi afición y se aburría soberanamente conmigo. Buscó un nuevo compañero de juegos que, lógicamente, fue el hermano. Se pasaban horas en su habitación, jugando con los clicks, sobre todo en su versión de indios y vaqueros. Indefectiblemente la lucha pasaba de los muñecos a la realidad cuando hermanísima ganaba, o chinchaba al hermano (a lo que era más aficionada de lo aconsejable). En esa fase de pelea era en la que me tocaba intervenir, a modo de paladín, para defender a la inocente damisela, culpable de la provocación. Si la cosa llegaba hasta mi padre, sabíamos que nos esperaba una canción con "da capo" y percusión.

"Three Boys Fishing" Norman Rockwell
La gran afición del hermano eran los bichos. En su niñez sus preferencias se inclinaban por los insectos, reptiles y anfibios. En Linares acompañaba a mis tíos a sus partidas de caza y pesca y organizaba con sus secuaces excursiones al que llamábamos con gran optimismo "lago Titicaca" (una charca de riego, entre olivos y cultivos de cereal, camino de las canteras) para, con más optimismo aún, tratar de pescar algo en sus aguas con la ayuda de un simple palo. Conseguía hacerse con tritones y culebras que metía en la vieja bañera que mi abuelo, con su habitual visión, había dejado cerca de los columpios y transformado en terrario para él. Tras la experiencia de las culebras alemanas prefirió no correr el riesgo de que el naturalista en ciernes reprodujese el episodio en la Granja, con el previsible deleite de la Baronesa al encontrarse los reptiles en su baño, y optó por facilitarle un hábitat para sus presas. La caza de avispas era otra de sus aficiones, en este caso fomentada y agradecida por todos, y remunerada, sabiamente, por mi abuelo.

Ha sabido hacer de su hobby su trabajo, cosa que muchos le envidian. También ha hecho de la terraza de su casa un punto de reunión en el que rememorar las barbacoas linarenses al lado de los establos (sin caballos aunque casi con la misma gente y el mismo calor). Comparte cumpleaños con la Señora por lo que la celebración será doble.

¡Feliz Cumpleaños Hermano!