miércoles, 19 de diciembre de 2012

El botiquín de la granja


Si a alguien le sorprende el hecho de que en nuestras aventuras ninguno de los primos terminase con los huesos rotos, la respuesta es simple: ¿quién ha dicho que no nos rompiésemos nada? Sole, que se las apañaba para estar en medio de cualquier "fregaó" con riesgo para la integridad física, era cliente asidua a la casa de socorro y las escayolas casi formaban parte de su atuendo habitual. El resto teníamos unos ángeles de la guardia más competentes que el suyo, o simplemente puede ser que el de mi inquieta prima, agotado, hubiese presentado su dimisión hacía tiempo y ningún otro se hubiese presentado voluntario para relevarle en sus funciones. Los golpes de los más pequeños se arreglaban con un sana curiana y un beso de su madre. Tras un par de mimos, regresaban a la zona de guerra con ímpetu renovado. Para los chichones el remedio era poner un paño con aceite sobre la zona. Había que tener cuidado al solicitar atención para un golpe, no se podían dar demasiadas explicaciones al respecto de cómo se había producido, so riesgo de incurrir en un castigo. Antes de acudir en busca de asistencia, convenía esperar a que cediese la primera reacción ante el trauma. Si se presentaba uno ante los mayores con aspecto pálido y lamentable podía verse obligado a permanecer en reposo. Aunque de entrada esa medida pueda no parecer algo demasiado horrible, sí que lo era cuando, una vez recuperado, uno debía limitarse a ser testigo desde la ventana del salón, y sin permiso para ser otra cosa que testigo, de como el resto continuaba con sus juegos, a muerte, en su ausencia. Aquel tipo de convalecencia era temida, y evitada, a partes iguales por niños y adultos que, de sólo pensar en tener a uno de nosotros toda la tarde metido en la casa mientras el resto pasaba a visitarle con asiduidad, daban el alta al paciente apenas empezaba a recuperar "la color". 

Por regla general, la mayor parte de las veces, nuestros accidentes se limitaban a una serie de rasguños que mi abuela nos lavaba con un chorro de agua oxigenada para rematar la cura con una buena rociada de Novecután. Aquel producto era imprescindible en su botiquín. Servía para cortes, arañazos, raspones, e incluso para aliviar la irritación de las ortigas. Después he descubierto que no es más que pegamento pero el caso es que, con nosotros, eso de fijarnos bien la porquería con el spray funcionaba divinamente. O todos gozábamos de una más que envidiable encarnadura, o la tierra de la granja tenía propiedades medicinales, cosa que no me extrañaría. A fin de cuentas, su barro, además de formar parte ocasional de nuestra dieta, bien revuelto con huevos robados a mi abuelo, aliñados con yeso, vitaminas de conejos, pan de los cerdos y pimentón de ladrillos, también servía para calmar las picaduras de las avispas.

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