miércoles, 12 de diciembre de 2012

Los eucaliptos de la Era


Los cuatro inmensos eucaliptos de la Era constituían una de las señas de identidad de la granja. Cuando llegábamos a Linares, agotados y aburridos después del largo viaje, poníamos toda nuestra atención en avistarlos a través de las ventanillas del coche para sentirnos, por fin, en nuestro destino.

Los eucaliptos no sólo formaban parte del habitat de los primos, sino también del de otra serie de animales de esos que habitualmente perseguían para su estudio el hermano y sus aplicados secuaces. Hubo una época, cuando descubrimos que una serpiente vivía en uno de los agujeros de sus troncos, en la que nos dejó de atraer la idea de pegarnos demasiado a su corteza. El hallazgo del animal nos obligó a buscar otros escondrijos para nuestros juegos, aunque esa fue sólo una medida transitoria y los árboles recuperaron al poco tiempo su papel. Aquel encuentro instigó también nuestra curiosidad más morbosa por lo que, a una distancia presuntamente prudencial, que según nuestro criterio oscilaba entre los 20 y los 30 cm, nos juntábamos un corro de primos para vigilar el hueco alargado de la base del tronco con la esperanza de que a la culebra se le ocurriese hacer de nuevo su aparición estelar. Por supuesto el bicho no era tonto y, para nuestra inmensa decepción, nunca se le ocurrió volver a asomar por allí la cabeza. Me figuro que tanta expectación la espantó. Debo reconocer que no eramos un público ni discreto, ni mucho menos silencioso. Aún así nuestro interés se vio recompensado con un pequeño premio de consolación. En representación del ofidio nos encontramos una muda, algo parecido a un pingajo de media, blanquecina y translucida, marcada con la huella de las escamas. Emocionados, corrimos a mostrarle aquel hallazgo a nuestro abuelo. Eso nos sirvió para aprender que las serpientes deben cambiar por completo su piel para poder crecer o su nuevo cuerpo no cabría en ella. Se desprenden de la antigua según emergen ya con la nueva y la abandonan. Después de aquel episodio mi abuelo también buscó a la culebra y, aunque él se llevó la escopeta para defenderse, obtuvo el mismo éxito en su cacería que nosotros en nuestra espera.

A pesar de nuestra inclinación a despegarnos del suelo nunca proyectamos en serio emprender la escalada de los enormes eucaliptos. No es que no nos atrajese la idea, sencillamente nos parecía irrealizable. El problema fundamental consistía en que su circunferencia, de más de metro y medio de diámetro, era inabarcable, y para empeorar aún más las cosas las primeras ramas se situaban a unos buenos diez metros del suelo. Para lograr llevar a cabo semejante hazaña habría sido preciso disponer de un completo equipo de alpinismo, del que desgraciadamente carecíamos.

En su corteza se quedaron grabados los nombres de los primos junto con algunos de los amores y desamores de nuestra infancia. Suponían un escondite estupendo una vez que se ponía el sol y la Era estaba casi tan oscura como la proverbial boca del lobo. El único problema residía en tener que cruzar ese espacio completamente despejado a toda velocidad, sin tropezar y caer en sus múltiples piedras, para llegar al porche y salvarse. Lógicamente era impensable intentarlo a plena luz. Para lograrlo no bastaba sólo con la noche, sino que se precisaba también algo de colaboración por parte del que se la ligaba que, en vez de esperar sin moverse a que los primos nos acercásemos a su posición, táctica que empleaban los más pacientes, debía salir de "la casa" a buscarnos y así darnos la oportunidad de adelantarle en carrera y gritar "por mí (lo de "y por todos mis compañeros" no solíamos considerarlo válido).

Sé que el eucalipto no forma parte de la flora autóctona de Andalucía, y también sé que es un árbol perjudicial para el suelo. Sin embargo, aquellos cuatro eucaliptos formaban tanta parte de la granja como sus propias paredes encaladas y, el hecho de ir hasta allí y no verlos me genera una impresión confusa de desorientación. Tengo la esperanza de que se trate de un error. Sin embargo ya sólo queda el trozo de campo que se encontraba tras los establos de los caballos. Ese campo que en primavera se cubría de altítimas hierbas salpicadas por diminutos racimos de flores amarillas, enormes margaritas silvestres y rojísimas amapolas. Más allá, los únicos árboles que pueblan la tierra arcillosa y roja no son otros que  los tortuosos olivos de la región, extendidos en hileras paralelas hasta perderse en las colinas del cortijo de las piedras.

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