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Sutton Palmer |
Según avanzaba la mañana era el olor a comida lo que impregnaba el aire. Al alejarse la hora del desayuno y no acercarse la de la comida, que no se esperaba hasta bien entrada la tarde, aquellos aromas me provocaban gruñidos en las tripas. Afortunadamente nunca me negaban un tentempié. La excusa de que me iba a quitar el apetito sabían que no tenía validez en mi caso.
En los laterales del patio solía haber ropa tendida secándose al sol. Me gustaba cuando eran la sábanas grandes y blancas las que colgaban de las cuerdas y creaban pequeños refugios en las esquinas. A veces ponía una silla escondida detrás de una de ellas y me sentaba allí a leer. El techo estaba cubierto por un enramado de parras cuyas grandes hojas daban sombra al patio. Hacia finales de verano, se llenaban de dulces uvas de un color dorado pálido. Recuerdo que mi abuelo protegía los racimos con las redes de las mosquiteras para evitar que se las comiesen las avispas. Claro que con mi hermano y sus secuaces matando a esos insectos a cinco duros el centenar, eran pocas las que sobrevivían a la masacre.
Los jazmines no eran las únicas flores del patio. Sobre el suelo de barro cocido, debajo de la ventana de la cocina de mi abuela, tenía mi tía unos tiestos de geranios verdes y rojos. Así aprendí que no nacen de semillas, sino de esquejes que se plantan directamente sobre la tierra. Al lado de aquellas macetas estaba "la pila". Era una pila de piedra tradicional pero con la característica añadida de ser el lugar de la granja con mejor suministro de agua, sobre todo caliente, por lo que, además de servir para frotar alguna prenda de vez en cuando, la utilizábamos cuando queríamos lavarnos el pelo. Aquello era todo un ritual. Primero teníamos que ir a la cocina de mi abuela a buscar la pequeña jarra de hojalata azul en la que mezclábamos el agua fría y caliente (de grifos separados, por supuesto). Una vez pertrechados con el recipiente, ya podíamos poner la cabeza dentro de la cubeta de la pila para remojar el pelo con aquello. Rara vez contábamos con champú, sino que solíamos usar el jabón de lagarto, hecho en Canena, que tenía la ventaja de no hacer mucha espuma y necesitar sólo un enjabonado para limpiar a conciencia. Más valía así porque para el aclarado final las reservas de agua caliente, incluso en esos grifos, se habían agotado y todas las teorías de que el pelo quedaba más brillante si se usaba agua fría, las inventó mi abuela mucho antes de que las anunciasen los expertos en cabello. Era la única manera de que nos enjuagásemos el jabón en condiciones. En verano el agua fría salía caliente del depósito con sólo esperar a las horas centrales del día. Con el calor de Linares muchas veces la ducha diaria era un manguerazo en el centro del patio que, además de quitarnos el polvo de nuestras excursiones, nos refrescaba lo que, con más de 40 grados a la sombra, se agradecía.
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Childe Hassam "Red Geraniums" |
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