domingo, 1 de abril de 2012

Memoria gastronómica

Jessie Willcox Smith
Mi tía Li, que me cuidaba de pequeña, siempre dice que nunca ha visto comer tanto y tan bien a un bebé como a mí. Es una pena que no tenga memoria de esa época, porque me encantaría ser capaz de recordar cómo fue el descubrimiento de todos aquellos nuevos sabores. Mis recuerdos de comida infantil son de épocas posteriores, en relación a mi colaboración en apurar potitos, papillas y purés de fruta (mis favoritos) de mis hermanos y primos.

Uno de los primeros sabores que se me quedó grabado en la memoria es el de las chirlas. Me chiflaban. Yo debía tener apenas dos años, ya habíamos dejado atrás el Canadá y vivíamos en Madrid. Si oía el sonido de sus conchas al entrechocar cuando mi madre llegaba de la compra, la perseguía hasta la cocina. Me ponía delante de la nevera mientras guardaba las bolsas con la esperanza de que me abriese uno de aquellos moluscos y me lo diese, crudo, simplemente aliñado con un chorrito de limón. Dado que mi entusiasmo no le dejaba abrir la puerta del frigorífico hasta que conseguía mi deseo, solía salirme con la mía sin necesidad de protestar. Una vez tenía el manjar en la boca, me dedicaba a saborear, fuera del campo de paso de mi madre, aquella combinación del sabor salado a mar con el ácido del cítrico, que me parecía lo mejor del mundo.

Otro de mis pasiones gastronómicas era la carne picada, una vez aliñada para los filetes rusos (fue mucho más tarde cuando descubrí el tartar que, por supuesto, me encanta). La carne cruda, fresca, combinada con las especias, el ajo, el perejil, el pan y jugosa por el huevo, también me hacía revolotear por la cocina como un perrillo a la espera de una migaja caritativa.

Mi disposición para aparecer por la cocina enseguida fue aprovechada por mi madre y por mi abuela materna. Me convertí en una pinche y era la encargada de remover las natillas y la bechamel (que luego rebañaba), así como de montar las claras a punto de nieve (que por entonces había que hacerlo manualmente). Las claras se utilizaban luego para el bizcocho y para las natillas con nubes. Me encantaba ver a mi abuela echar con una cuchara aquel merengue en la leche hirviendo para sacarlo con la espumadera casi al instante, un poco más sólido, para reservarlo hasta terminar de preparar la crema y cubrir entonces con las blancas y esponjosas nubes la fuente de natillas antes de espolvorearle la canela. Su ligera textura, mezclada con las suaves natillas es otra de esas experiencias gastronómicas inolvidables.

También recuerdo la primera vez que probé el budin de chocolate. Lo hizo mi madre cuando vivíamos en Zaragoza. Le quedó firme pero muy fino, nada pastoso, al igual que un buen flan. Se terminó rápidamente y apuré hasta los últimos restos de la fuente, que quedó reluciente antes de meterla en el lavaplatos.

Mis papilas gustativas deben poseer una conexión directa con el hipocampo lo que me permite degustar de nuevo todos esos alimentos. Supongo que por eso me gusta mirar los escaparates de las pastelerías. Sólo con ver el aspecto puedo imaginar (y paladear mentalmente) el sabor de muchos de los pasteles que exhiben. Incluso a veces sueño con algún plato, generalmente postres, y, por supuesto, lo saboreo. Siempre es delicioso. Para una golosa como yo, es un don genial.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.